BALANCE Y PERSPECTIVAS
Prefacio de 1919
El carácter de la revolución rusa era la cuestión principal alrededor de la cual se agrupaban, según la respuesta que daban, las diversas corrientes de ideas y organizaciones políticas en el movimiento revolucionario ruso. En la propia socialdemocracia esta cuestión provocó, desde que a causa del transcurso de los acontecimientos comenzó a plantearse de una forma concreta, las divergencias de opiniones más grandes. Desde 1904, estas divergencias de opiniones se han expresado en dos corrientes básicas: el menchevismo y el bolchevismo. El punto de vista menchevique partía del principio de que nuestra revolución era burguesa, es decir, que su consecuencia natural sería el paso del poder a la burguesía y la creación de las condiciones de un parlamento burgués. El punto de vista de los bolcheviques, en cambio, aun reconociendo la inevitabilidad del carácter burgués de la revolución venidera, planteaba la creación de una república democrática bajo la dictadura del proletariado y del campesinado.
El análisis social de los mencheviques se caracterizaba por una superficialidad extraordinaria y, en principio, iba a caer en analogías históricas aproximativas --el típico método de la pequeña burguesía «culta»-. Las advertencias de que las circunstancias del desarrollo del capitalismo ruso habían provocado grandes contrastes entre sus dos polos y habían condenado a la insignificancia a la democracia burguesa, no impedían a los mencheviques, como tampoco lo hicieron las experiencias de los siguientes acontecimientos, buscar incansablemente una democracia «auténtica», «verdadera», que tendría que ponerse a la cabeza de la «nación» e introducir condiciones parlamentarias, a ser posible democráticas, con vistas a un desarrollo capitalista. Los mencheviques intentaron siempre y en todas partes descubrir indicios de desarrollo de una democracia burguesa, y cuando no los encontraron se los imaginaron. Exageraban la importancia de cualquier declaración o discurso «democrático» y subestimaban, al mismo tiempo, la fuerza del proletariado y las perspectivas de su lucha. Los mencheviques se esforzaron tan fanáticamente en encontrar una democracia burguesa dirigente de forma que quedase asegurado el carácter burgués «legal» de la revolución, que ellos mismos se encargaron, con más o menos éxito, durante la revolución, cuando no apareció ninguna democracia burguesa dirigente, de cumplir con los deberes de aquélla. Está completamente claro que una democracia pequeño-burguesa sin ideología socialista alguna, sin un estudio marxista de las relaciones de clase, no podía actuar, en las condiciones de la revolución rusa, de otra forma que como actuaron los mencheviques como partido «dirigente» en la revolución de febrero. La ausencia de una base social seria sobre la que apoyar una democracia burguesa se demostró en las personas de los mismos mencheviques: caducaron rápidamente y fueron barridos por la continuación de la lucha de clases, ya en el octavo mes de la revolución.
A la inversa, el bolchevismo no estaba contagiado en lo más mínimo por la creencia en el poder y en la fuerza de una democracia burguesa revolucionaria en Rusia. Desde el principio reconoció la significación decisiva de la clase obrera en la revolución venidera, pero su programa se limitaba, en la primera época, a los intereses de las grandes masas campesinas sin la cual -y contra la cual- la revolución no hubiese podido ser llevada a cabo por el proletariado. De ahí el reconocimiento (interino) del carácter demócrata burgués de la revolución.
Según su apreciación de las fuerzas internas de la revolución y de sus perspectivas, el autor no pertenecía, en aquel periodo, ni a la una ni a la otra corriente principal del movimiento obrero ruso. El punto de vista adoptado entonces por el autor puede ser formulado de una manera esquemática como sigue: Correspondientemente a sus tareas más próximas, la revolución comienza siendo burguesa, pero luego hace que se desplieguen rápidamente potentes antagonismos de clases y sólo llega a la victoria si traspasa el poder a la única clase capaz de colocarse a la cabeza de las masas oprimidas: el proletariado. Una vez en el poder, el proletariado no quiere ni puede limitarse al marco de un programa demócrata burgués. Puede llevar a cabo la revolución sólo si la revolución rusa se prolonga en una revolución del proletariado europeo. Entonces se superará el programa democrático burgués de la revolución, junto con su marco nacional, y la dominación política temporal de la clase obrera rusa progresará hacia una dictatura socialista permanente. Pero si Europa no avanza, entonces la contrarrevolución burguesa no tolerará el gobierno de las masas trabajadoras en Rusia y empujará hacia atrás al país -muy por detrás de la república democrática de obreros y campesinos-. El proletariado, pues, llegado al poder, no debe limitarse al marco de la democracia burguesa sino que tiene que desplegar la táctica de la revolución permanente, es decir anular los límites entre el programa mínimo y el máximo de la socialdemocracia, pasar a reformas sociales cada vez más profundas y buscar un apoyo directo e inmediato en la revolución del oeste europeo. Esta posición debe ser desarrollada y fundada por este trabajo, reeditado ahora y que fue escrito en 1904-1906.
El autor ha defendido, durante una década y media, el punto de vista de la revolución permanente, pero al evaluar las fracciones en lucha mutua dentro de la socialdemocracia cometió un error. Como entonces ambas partían de las perspectivas de una revolución burguesa, el autor creía que las divergencias de opiniones no eran tan profundas como para justificar una escisión. Al mismo tiempo esperaba que el transcurso posterior de los acontecimientos demostraría claramente a todos, por un lado, la falta de fuerzas y la impotencia de la democracia burguesa rusa, y por el otro lado, el hecho de que al proletariado le sería objetivamente imposible mantenerse en el poder dentro del marco de un programa democrático; y que, en suma, ello haría desaparecer el terreno de las divergencias de opinión entre las fracciones.
Sin pertenecer a ninguna de las dos fracciones durante la emigración, el autor subestimaba el hecho cardinal de que en las divergencias de opiniones entre los bolcheviques y los mencheviques figuraban, de hecho, un grupo de revolucionarios inflexibles por un lado, y por el otro una agrupación de elementos cada vez más disgregados por el oportunismo y la falta de principios. Cuando estalló la revolución en 1917, el partido bolchevique representaba una organización centralizada fuerte, que había absorbido a los mejores elementos entre los obreros progresistas y de la intelligentsia revolucionaria y que se orientaban, en su táctica, de completo acuerdo con la situación internacional y con las relaciones de clase en Rusia -después de una breve lucha interior hacia una dictadura socialista de la clase obrera. La fracción menchevique, en cambio, había madurado, en aquella época, justo lo suficiente para realizar -como ya hemos mencionado- las tareas de una democracia burguesa.
Al editar de nuevo su trabajo, el autor desea, no sólo explicar aquellos fundamentos teóricos de base que, desde los comienzos del año 1917, le permitían a él y otros camaradas que estuvieron durante una serie de años fuera del partido bolchevique, a entrelazar su propio destino con el del partido (esta declaración personal no sería un motivo suficiente para una reedición del libro), sino también recordar aquel análisis histórico-social de las fuerzas motrices de la revolución rusa, según el cual la conquista del poder político por la clase obrera podía y tenía que considerarse como tarea de la revolución rusa -y esto mucho antes de que la dictadura del proletariado llegase a ser un hecho consumado-. El hecho de que ahora podamos editar sin modificaciones un trabajo escrito en 1906 y formulado en sus rasgos básicos ya en 1904, es una muestra convincente de que la teoría marxista no está del lado del apoyo menchevique a una democracia burguesa, sino del lado del partido que de hecho realiza actualmente la dictadura de la clase obrera.
La instancia última de la teoría sigue siendo la experiencia. El hecho de que los acontecimientos en los cuales participamos ahora y las formas de esta participación estuviesen ya previstos, en sus rasgos básicos, hace una década y media, es una prueba irrefutable de que la teoría marxista ha sido aplicada correctamente por nosotros.
En el apéndice reproducimos el artículo «La lucha por el poder», que apareció en el periódico parisiense Nache Slovo [Nuestra Palabra] 35 del 17 de octubre de 1915. El artículo tiene una función polémica: en él se parte de la crítica de la «carta» programática del líder del menchevismo «a los camaradas de Rusia», y se llega a la conclusión de que, en la década posterior a la revolución de 1905, el desarrollo de las relaciones de clases minaba más aún las aspiraciones mencheviques por una democracia burguesa, habiendo unido, por el contrario, más estrechamente el destino de la revolución rusa con la cuestión de la dictadura de la clase obrera. ¡Hay que ser testarudo para hablar, todavía, después de una lucha ideológica de años, del «aventurerismo» de la revolución de octubre!
Cuando se habla de la relación de los mencheviques con la revolución, no se puede evitar el mencionar la degeneración menchevique de Kautsky, que expresa ahora en la «teoría» de los Martov, Dan y Tsereteli su propia decadencia teórica y política. Después de octubre del 1917 oímos decir a Kautsky que la conquista del poder político mediante la clase obrera, también sería la tarea histórica del partido socialdemócrata pero que -dado que el partido comunista ruso no ha llegado al poder entrando por la puerta ni a la hora prevista en el horario de Kautsky- se debería dejar la república soviética a la corrección de Kerenski, Tsereteli y Chernov. Esta crítica pedante reaccionaria de Kautsky, debe haber sorprendido aún más a los camaradas que han vivido con plena conciencia el periodo de la primera revolución rusa y que han leído el artículo de Kautsky de 1905-1906. Entonces comprendió y reconoció Kautsky (seguramente no sin la influencia bienhechora de Rosa Luxemburgo) que la revolución rusa no podría terminar en una república democrática burguesa, sino que tendría que conducir, dado el nivel alcanzado por la lucha de clases en el interior del país y la situación internacional del capitalismo, a la dictadura de la clase obrera. Kautsky hablaba entonces directamente de un gobierno obrero con mayoría socialdemócrata. No se le ocurría hacer depender el transcurso real de la lucha de clases de combinaciones superficiales y temporalmente limitadas de la democracia política. Kautsky comprendía entonces que una revolución comienza primeramente con el despertar de masas de millones de campesinos y pequeño-burgueses, y ni siquiera de un golpe sino lentamente, capa por capa; que, en el momento en que la lucha entre el proletariado y la burguesía capitalista se acerca a su momento decisivo, se encuentran todavía amplias masas campesinas a un nivel primitivo de desarrollo político, dando sus votos a los partidos políticos de las capas intermedias, que precisamente reflejan únicamente el atraso y los prejuicios del campesinado. Kautsky comprendió entonces que el proletariado, una vez que ha llegado a la conquista del poder por la lógica de la revolución, no puede aplazar sus funciones arbitrariamente por un tiempo indefinido, ya que con esta renuncia dejaría el campo libre a la contrarrevolución. Kautsky comprendió entonces que el proletariado, si tiene el poder revolucionario en sus manos, no hará el destino de la revolución dependiente del estado de ánimo pasajero de las masas menos conscientes y despiertas, sino que, al contrario, convertirá toda la autoridad pública que se concentra en sus manos en un aparato de ilustración y organización de estas masas campesinas más atrasadas e ignorantes. Kautsky comprendió que llamar a la revolución rusa una revolución burguesa y limitar sus tareas consecuentemente, significa no comprender nada de lo que pasa en el mundo. Reconoció correctamente, junto con los marxistas revolucionarios de Rusia y Polonia, que -si el proletariado ruso conseguía el poder antes que el europeo- debería aprovechar su posición de clase dominante no para traspasar urgentemente sus posiciones a la burguesía, sino para apoyar poderosamente la revolución proletaria en Europa y en todo el mundo. Todas estas perspectivas internacionales, penetradas por el espíritu de la doctrina marxista, no se hacían dependientes, ni para Kautsky ni para nosotros, de cómo y por quién votaría el campesinado en noviembre y diciembre de 1917 en las elecciones de la así llamada Asamblea Constituyente.
Ahora, cuando las perspectivas trazadas hace 15 años han llegado a ser realidad, Kautsky niega a la revolución rusa el acta de reconocimiento con la argumentación de que no ha sido librada en la comisaría política de la democracia burguesa. ¡Qué hecho más asombroso! ¡Qué increíble envilecimiento del marxismo! Puede decirse con todo derecho que la decadencia de la Segunda Internacional ha encontrado una expresión aun más horrible en este juicio filisteo sobre la revolución rusa de uno de sus más grandes teóricos, que a causa del acuerdo respecto a los créditos de guerra del 4 de agosto.
Kautsky desarrolló y defendió durante décadas las ideas de la revolución social. Ahora, cuando ha estallado, se aparta lleno de espanto. Se resiste al poder soviético en Rusia y adopta una postura hostil contra el movimiento poderoso del proletariado comunista en Alemania. Kautsky se parece desconcertantemente a un maestrillo de escuela miserable que describe, año tras año, en las cuatro paredes de su clase enmohecida, a sus alumnos la primavera y luego, cuando por fin al final de su actividad pedagógica, sale una vez a ver la naturaleza en primavera, no reconoce la primavera, se enfada (lo que pueda enfadarse un maestrillo de escuela) e intenta demostrar que la primavera no es ninguna primavera sino sólo un gran desorden de la naturaleza, puesto que atenta contra las leyes de las ciencias naturales. ¡Qué bien está que los obreros no se fíen de este pedante, equipado de tan alta autoridad, sino que se fíen de la voz de la primavera! Nosotros, los discípulos de Marx, seguimos convencidos, junto con los obreros alemanes, de que la primavera de la revolución ha empezado en completo acuerdo con las leyes de la naturaleza social y, al mismo tiempo, con la teoría marxista; ya que el marxismo no es el puntero de un maestrillo de escuela que está por encima de la historia sino el análisis social de las vías y formas del proceso histórico tal como se realiza en realidad.
No he modificado los textos de los dos trabajos impresos --de 1906 y de 1915-. Originariamente quería completarlos con notas que acercasen la representación al momento actual. Pero al leer el texto he abandonado este proyecto. Si hubiese querido entrar en detalles hubiese duplicado con las notas el tamaño del libro, para lo cual, en la actualidad, me falta el tiempo; además, para el lector semejante «libro de dos pisos» hubiera sido incómodo. Pero creo que lo principal es que el razonamiento se aproxima, en sus rasgos esenciales, a la situación actual y el lector que se someta a la molestia de estudiar este libro con más atención completará, sin esforzarse, la representación con los hechos necesarios de la experiencia de la revolución actual.
L. Trotski
12 de marzo de 1919
Kremlin
Introducción
La revolución en Rusia llegó inesperadamente para todos, excepto para la socialdemocracia. Hacía ya mucho tiempo que el marxismo había pronosticado la inevitabilidad de la revolución rusa, que tenía que estallar como consecuencia del conflicto entre las fuerzas del desarrollo capitalista y las del absolutismo burocrático. El marxismo había predicho el contenido social de la revolución venidera. Al considerarla una revolución burguesa señaló que las tareas objetivas inmediatas de la revolución serían las de crear condiciones «normales» para el desarrollo de la sociedad burguesa en su totalidad.
El marxismo tenía razón; esto ya no necesita de ninguna discusión ni prueba. Los marxistas tienen hoy una tarea completamente distinta: reconocer, con ayuda del análisis de su mecanismo interno, las «posibilidades» de la revolución en desarrollo. Sería un grave error el equiparar simplemente nuestra revolución con los acontecimientos de los años 1789-1793 o del año 1848. Analogías históricas con las cuales el liberalismo se mantiene vivo no pueden reemplazar un análisis social.
La revolución rusa está caracterizada por particularidades que derivan de los rasgos muy especiales de nuestro desarrollo sociohistórico y que nos abren, por su parte, perspectivas históricas completamente nuevas.
1.
Las particularidades del desarrollo histórico
Comparando el desarrollo social de Rusia con el de otros Estados europeos -resumiendo sus rasgos comunes y poniendo de relieve las diferencias entre su historia y la historia rusa- estamos en condiciones de decir que la característica esencial del desarrollo social ruso es su primitivismo y su lentitud.
No queremos ocuparnos aquí de las causas naturales de este primitivismo, pero el hecho en sí nos parece indudable: la sociedad rusa nació sobre una base económica más simple y más pobre.
El marxismo enseña que el desarrollo de las fuerzas productivas constituye la base del proceso sociohistórico. La formación de corporaciones y clases económicas solamente es posible cuando este desarrollo ha alcanzado un punto determinado. Es necesario, para la diversificación de capas y clases, que viene a su vez determinada por el desarrollo de la división del trabajo y la formación de funciones sociales especializadas, que la parte de la población que está ocupada directamente en la producción material produzca, por encima de su propio consumo, un plusproducto, un excedente: y solamente por apropiarse enajenadamente de este excedente pueden nacer y estructurarse las clases no productivas. La división del trabajo dentro de las mismas clases productivas únicamente es imaginable a partir de un cierto nivel de desarrollo en la agricultura, en el cual queda garantizado el abastecimiento de la población no campesina con artículos agrícolas. Estas condiciones previas para el desarrollo social ya han sido formuladas exactamente por Adam Smith.
De ello resulta -aunque el periodo de Novgorod en nuestra historia coincide con los comienzos de la Edad Media europea- que el lento desarrollo económico, debido a condiciones histórico-naturales (situación geográfica desfavorable, población escasa), obstaculizó el proceso de la formación de clases, dándole un carácter más primitivo.
Es muy difícil decir qué dirección habría tomado la historia de la sociedad rusa si hubiera transcurrido aisladamente y si hubiese sido influenciada sólo por sus tendencias internas propias. Basta mencionar que ése no ha sido el caso. La sociedad rusa que se formaba sobre una determinada base económica interior estaba siempre bajo el influjo, e incluso bajo la presión, del medio sociohistórico exterior.
En el proceso del enfrentamiento de esta ya formada organización socioestatal con las otras vecinas jugaron un papel decisivo, del lado de una el primitivismo de las circunstancias económicas y, del de las otras, su nivel de desarrollo relativamente alto.
El Estado ruso que se había formado sobre una base económica primitiva, entró en relación y llegó a tener conflictos con organizaciones estatales que se habían desarrollado sobre una base económica más alta y más estable. Aquí se planteaban entonces dos posibilidades: o bien el Estado ruso se hundiría en esta lucha, como se habían hundido la Horda de Oro en la lucha con el Estado de Moscú, o bien el Estado ruso tendría que adelantarse, en su desarrollo, a la evolución propia de las condiciones económicas y gastar muchas más energías vitales de las que hubiesen sido necesarias en el caso de un desarrollo aislado. Para la primera alternativa la economía rusa no era lo bastante primitiva. El Estado no se deshizo, sino- que empezó a desenvolverse merced a un supremo esfuerzo de sus fuerzas económicas.
Lo esencial no es, por tanto, que Rusia estuviera rodeada de enemigos. Eso sólo no es suficiente. En principio eso vale para cualquier Estado europeo excepto quizás para Inglaterra; pero con la diferencia de que, en su lucha por la existencia, estos Estados se apoyaban en una base económica más o menos homogénea y, por esto mismo, el desarrollo de su estabilidad no estaba expuesta a una presión exterior tan fuerte.
La lucha contra los tártaros nogaicos y los de Crimea exigía el máximo de esfuerzo; pero desde luego no exigía más que la lucha secular de Francia contra Inglaterra. No fueron los tártaros los que obligaron a la vieja Rusia a introducir las armas de fuego y los regimientos permanentes de la guardia imperial no fueron los tártaros los que la obligaron más tarde a crear la caballería y la infantería. Fue la presión por parte de Lituania, Polonia y Suecia.
Como consecuencia de esta presión ejercida desde Europa occidental, el Estado devoró una parte excesivamente grande de la plusvalía, o lo que es lo mismo, vivía a expensas de las clases privilegiadas que se acababan de formar, retardando así su -de todos modos- lento desarrollo. Pero esto no es todo. El Estado se lanzó sobre el «producto necesario» del campesino, le privó de sus medios de existencia, obligándole, con ello, a abandonar la tierra en la que acababa de establecerse y, de esta manera, obstaculizó el crecimiento de la población, frenó el desarrollo de las fuerzas productivas. Así es que, en la medida en la cual el Estado devoró una parte desproporcionado de la plusvalía, obstaculizó la diversificación, ya bastante lenta, de las capas sociales; y en la misma medida en que quitó una parte considerable del producto necesario destruyó él mismo las primitivas bases de producción, que eran su apoyo.
Pero, sobre todo, para apropiarse de una parte del producto social, necesario para seguir existiendo y funcionando, el Estado necesitaba una organización jerárquico-clasista. Así, mientras minaba las bases económicas de su crecimiento, pretendía, al mismo tiempo, forzar su desarrollo mediante medidas estatales autoritarias e intentaba -como cualquier otro Estado- guiar a su gusto el proceso de formación de las capas sociales. En ello un historiador de la civilización rusa, Miliukov 1, ve un contraste directo con la historia de occidente. Sin embargo, no hay aquí en verdad ningún contraste.
La monarquía clasista de la Edad Media, que más tarde evolucionó hacia un absolutismo burocrático, representaba una forma de Estado en la cual estaban arraigados determinados intereses y relaciones sociales. Pero esta forma de Estado, una vez formada y establecida, engendró intereses propios (dinásticos, cortesanos, burocráticos...) que entraron en conflicto no solamente con los intereses de las capas bajas sino incluso con los de las capas altas. Las clases dominantes, que formaban un «muro de separación» socialmente imprescindible entre las masas de la población y la organización estatal, presionaron sobre esta última y convirtieron sus propios intereses en el contenido de su praxis estatal. Pero la autoridad pública defendió, al mismo tiempo, su propio punto de vista, también frente a los intereses de las clases altas. Como tal poder independiente, ella desarrolló una política de oposición contra las aspiraciones de aquéllas e intentó subordinarlas. La historia efectiva de las relaciones entre Estado y clases transcurrió en el sentido de una resultante que estaba determinada por esta constelación de fuerzas. Un proceso, similar en su esencia, tuvo lugar también en la vieja Rusia.
El Estado intentaba aprovecharse de los grupos económicos en desarrollo y subordinarlos a sus intereses financieros y mili- tares específicos. Los nacientes grupos económicos dominantes intentaron servirse del Estado para asegurarse sus privilegios en forma de privilegios de clase. En este juego de fuerzas sociales, el poder del Estado tuvo una importancia mucho más grande que en la historia de la Europa occidental.
Este intercambio de ayudas mutuas entre el Estado y los grupos sociales superiores, que se expresa en la distribución, de mutuo acuerdo, de derechos y obligaciones, de cargas y privilegios, se realiza a expensas del pueblo trabajador.
En Rusia, el intercambio era menos ventajoso para la aristocracia y el clero que en las monarquías clasistas medievales de Europa occidental. Eso es indiscutible. Y, sin embargo, decir que en Rusia la autoridad pública hubiese creado, de por sí, las clases, por su propio interés, mientras que en el occidente, en la misma época, las clases crearon el Estado, es una increíble exageración, una absoluta falta de perspectiva (Miliukov).
No se pueden crear clases por un procedimiento, por un mero expediente jurídico estatal. Antes de que este o aquel grupo social pueda, con ayuda de la autoridad pública, devenir una clase privilegiada, tiene de manera previa que haberse formado económicamente, y, por añadidura, con todas sus prerrogativas sociales. No se pueden fabricar clases según una jerarquía preconcebida o según el modelo de la Legión de Honor. La autoridad pública únicamente puede depositar todo el peso de su ayuda para favorecer este proceso económico elemental, del cual se derivan más tarde las formaciones económicas superiores. Como hemos mostrado, el Estado ruso gastó relativamente muchas fuerzas y obstaculizó el proceso de cristalización social, pese a que él mismo lo necesitaba. Es por tanto natural que, por su parte, intentara forzar, bajo la influencia y la presión del mundo occidental socialmente más configurado (una presión que fue proporcionada mediante la organización militar estatal), la diversificación social sobre una base económica primitiva. Además: como la necesidad de acelerar este proceso había surgido de la debilidad del desarrollo socioeconómico, es natural que el Estado, en sus esfuerzos previsores, aspirara a aprovechar su preponderancia de poder para dirigir, según su propio criterio, precisamente este desarrollo de las clases altas. Pero cuando el Estado quiso obtener éxitos mayores en este sentido tropezó, ante todo, con su propia debilidad, con el carácter primitivo de su propia organización; y éste estaba, como ya sabemos, determinado por el primitivismo de la estructura social.
Así fue impulsado el Estado ruso, construido sobre la base de la economía rusa, por la presión amistosa y, más aún, por la presión rival de las organizaciones estatales vecinas que se habían formado sobre una base económica más desarrollada. A partir de un momento determinado -en especial desde finales del siglo XVII- el Estado aspiró a acelerar artificialmente con un esfuerzo supremo, el desarrollo económico natural. Nuevos ramos de oficios, máquinas e industrias, producción en gran escala y capital parecen, por decirlo así, servir como injertos en el tronco económico natural. El capitalismo aparece como un hijo del Estado. Desde este punto de vista también se podría decir que toda la ciencia rusa es un producto artificial de los esfuerzos estatales, puesta artificialmente sobre el tronco natural de la ignorancia nacional 2.
El pensamiento ruso se desarrolló, como la economía rusa, bajo la presión directa del pensamiento y de la economía -más avanzados- de occidente. Como a consecuencia del carácter económico natural de la economía, es decir como a consecuencia del comercio exterior muy poco desarrollado, las relaciones con los otros países tenían un carácter principalmente estatal, la influencia que Rusia debía sentir de estos países, antes de poder adoptar la forma de competencia económica directa, se manifestó más bien como una lucha encarnizada por la existencia estatal misma. La economía occidental influenció sobre la rusa por mediación del Estado. Para poder sobrevivir mejor en medio de Estados enemigos y mejor armados, Rusia estaba obligada a introducir fábricas, escuelas de navegación, libros instructivos sobre la construcción de instalaciones de fortificación, etc. Pero si el movimiento general de la economía interior no se hubiera dirigido en este sentido, si la evolución de esta economía no hubiese creado una necesidad de aplicación y generalización de los conocimientos, entonces todos los esfuerzos del Estado hubieran sido infructuosos: la economía nacional, que evolucionaba de una manera normal de la forma de economía natural a la forma de economía dinero-mercancías, solamente reaccionó a las medidas del gobierno que se correspondían con esta evolución, y solamente en la medida en que estaban de acuerdo con ella. La historia de la fábrica rusa, del sistema monetario ruso y del crédito estatal es una prueba contundente de esta interpretación de los hechos que acabamos de exponer.
«La mayoría de los ramos industriales (metal, azúcar, petróleo, aguardiente e incluso tejidos de fibra) -escribe el profesor Mendeleev- nacieron directamente bajo la acción de medidas gubernamentales, a veces también con ayuda de altas subvenciones pero, sobre todo, porque el gobierno pretendía, por lo visto, en todas las épocas, una política proteccionista consciente, llegando, durante el reinado del zar Alejandro, a escribirla abiertamente sobre su bandera... El gobierno supremo que se atenía, para Rusia, con plena conciencia, a los principios del proteccionismo, se había adelantado a todas nuestras clases instruidas en conjunto 3». El sabio panegirista del proteccionismo industrial olvida añadir que la política gubernamental no estaba dictada sobre la base de una preocupación por el desarrollo de las fuerzas productivas sino por consideraciones puramente fiscales y, en parte, técnico-militares. Por este motivo, la política de aranceles protectores estaba en contradicción no solamente con los intereses fundamentales del desarrollo industrial sino también con los intereses privados de grupos de empresas individuales. Así, los fabricantes de algodón declararon abiertamente que «los aranceles de algodón tan altos no son mantenidos para la promoción del cultivo de algodón sino solamente a causa de intereses fiscales». Así como el gobierno al «crear» las clases había puesto los ojos sobre todo en los tributos para el Estado, también al «establecer» la industria dirigía su preocupación principal hacia las necesidades del fisco. Pero, indudablemente, la autocracia, al transplantar la producción industrial en suelo ruso, jugaba un papel importante.
En la época en la que la sociedad burguesa en desarrollo empezó a sentir la necesidad de las instituciones políticas de occidente, la autocracia estaba equipada con un poder material semejante al de los países europeos. Se apoyaba en un aparato burocrático centralizado que era completamente insuficiente en orden al control de situaciones nuevas pero que, en cambio, era capaz de poner en movimiento grandes energías de carácter represivo sistemático. Las inmensas distancias del país habían sido superadas mediante el telégrafo, permitiendo que las iniciativas de la administración se realizaran con seguridad, con relativa unidad y con rapidez (en el caso de medidas represivas); los ferrocarriles hacían posible desplazar en poco tiempo tropas militares de un extremo al otro del país. Los gobiernos prerrevolucionarios de Europa apenas conocían ferrocarriles y telégrafos. El ejército que estaba a la disposición del absolutismo era realmente gigantesco y, si bien en los primeros ensayos, la guerra ruso-japonesa, se había mostrado inútil, era suficientemente bueno para el control del interior. No ya el gobierno de la vieja Francia, sino ni siquiera el gobierno de 1848 había conocido nada que pudiera igualarse al actual ejército ruso.
El gobierno, al mismo tiempo que con ayuda del aparato fiscal militar explotaba el país al máximo, aumentaba su presupuesto anual hasta la suma gigantesca de 2 000 millones de rublos. Apoyado en el ejército y en el presupuesto, el gobierno autocrático convirtió la bolsa europea de valores en su tesoro privado y al contribuyente ruso en un tributario desesperado de esta bolsa.
Así el gobierno ruso se presentaba al mundo, en los años ochenta y noventa del siglo XIX, como una inmensa organización impositivo y bursátil con una significación burocrático-militar y con un poder inconmovible.
El poder financiero y militar del absolutismo agobiaba e impresionaba no solamente a la burguesía europea sino también al liberalismo ruso, quitándole cualquier atisbo de esperanza en la posibilidad de una disputa abierta con el absolutismo. Parecía como si el poder militar y financiero del absolutismo excluyera cualquier posibilidad de una revolución rusa.
En realidad ocurrió todo lo contrario. Cuanto más centralizado es un Estado y cuanto más desgajado está de la sociedad, tanto más pronto se convierte en una organización autónoma que está por encima de la sociedad. Cuanto más grandes son las fuerzas militares y financieras de tal organización, tanto más largamente y con más éxito puede luchar por su supervivencia. El Estado centralizador, con su presupuesto de 2 000 millones, con sus 8 000 millones de deuda y con millones de hombres sobre las armas, podía todavía mantenerse aun después de haber dejado de corresponder a las necesidades elementales del desarrollo social; necesidades, no sólo referentes a la administración interna, sino inclusive las necesidades relativas a la seguridad militar, para cuya garantía había sido, originariamente, creado.
Cuanto más duradera era esta situación, tanto más se desarrollaba la contradicción entre las exigencias del progreso económico y cultural y la política gubernamental, la cual multiplicaba su propia desidia «en millones de veces». Al haber dejado atrás la época de las grandes reformas del tipo de soluciones de recambio -que no solamente no podían eliminar esta contradicción sino que, por el contrario, la ponían al descubierto claramente por primera vez- al gobierno se le hizo objetivamente cada vez más difícil, y sicológicamente cada vez menos posible, el emprender por sí mismo la marcha hacia el parlamentarismo. La única salida a esta contradicción que en la mencionada situación se le ofrecía a la sociedad, consistía en acumular el suficiente vapor revolucionario en la marmita del absolutismo para poder hacerla volar.
Así, el poder administrativo, militar y financiero del absolutismo, el mismo que le había proporcionado la posibilidad de sostenerse en plena contradicción con el desarrollo social, no solamente no excluía la posibilidad de una revolución --como pensaba el liberalismo-- sino que, por el contrario, hacía que la revolución fuera la única salida; además, la revolución tendría un carácter tanto más radical cuanto más profundo se hiciera el abismo entre el poder del absolutismo y la nación.
El marxismo ruso puede, con toda razón, estar orgulloso de haber sido el único en señalar el sentido de esta evolución y de haber predicho sus formas generales 4, en una época en la que el liberalismo se nutría de un «practicismo» utópico y en que el movimiento revolucionario de los populistas vivía de fantasmagorías y de la creencia en milagros.
Todo este transcurso de la evolución social hacía la revolución inevitable. ¿Pero cuáles eran las fuerzas de esta revolución?
2.
Ciudad y capital
El desarrollo de las ciudades en Rusia es un producto de la historia más reciente -más exactamente, un producto de las últimas décadas-. Hacia finales de la regencia de Pedro I, en el primer cuarto del siglo XVIII, la población urbana era de un poco más de 328 000 personas, aproximadamente el 3 % de la población del país. Hacia finales del mismo siglo era de 1 301 000, aproximadamente un 4,1 % de la población total. En 1812 había aumentado la población de las ciudades a 1 653 000, es decir un 4,4 %. A mediados del siglo XIX contaban las ciudades todavía con sólo 3 482 000 personas, un 7,8 %. En el último censo (1897) se contabilizó finalmente una cifra de población urbana de 16 289 000, lo que hace aproximadamente el 13 % de la población total 5.
Si concebimos la ciudad no sólo como unidad administrativa sino como formación económico-social, entonces tenemos que admitir que las meras cifras mencionadas no reflejan realmente el desarrollo de las ciudades: la práctica estatal administrativa adjudicaba a determinadas ciudades innumerables privilegios con la misma arbitrariedad con que privaba a otras de los mismos y sin que en ello mediasen las más mínimas consideraciones de orden técnico-científico. Estas cifras manifiestan, sin embargo, tanto la falta de importancia de las ciudades en la Rusia anterior a las reformas como su crecimiento febril durante las últimas décadas. El crecimiento de la población urbana entre los años 1885 y 1887 era, según los cálculos de Mijailovski, de un 33,8 %, es decir, más del doble del crecimiento de la población rusa en general (15,25 %) y casi el triple del aumento de la población rural (12,7 %). El incremento rápido de la población urbana (no agrícola) se expresa aún más claramente si añadimos los pueblos y las ciudades pequeñas con algo de industria.
Pero las modernas ciudades rusas no difieren de las viejas solamente por su número de habitantes sino también por su carácter social: son el centro de la industria y del comercio. La mayoría de nuestras viejas ciudades apenas desempeñaba un destacado papel económico; eran puntos administrativo-militares o fortalezas, su población estaba obligada al servicio militar y, asimismo, era mantenida por el fisco. La ciudad era generalmente un centro administrativo, militar y recaudador de impuestos.
Cuando la población no sujeta al servicio se establecía en el término municipal de la ciudad o en sus alrededores para encontrar protección contra sus enemigos, este hecho no impedía en absoluto el que continuara ocupándose en la agricultura. Incluso Moscú, la ciudad más grande de la vieja Rusia, era -según las explicaciones del Miliukov- únicamente «una residencia del zar, en la cual una parte considerable de sus habitantes estaba vinculada, de una manera o de otra, a la corte, sea como séquito, sea como guardia de palacio, sea como servidumbre. De más de 16 000 hogares que se habían contado en el censo de Moscú de 1701, sólo 7 000 (44 %) eran traficantes y artesanos; e incluso éstos vivían cerca de la corte y trabajaban para sus necesidades. Los restantes 9 000 hogares estaban formados por el clero (1 500) y la clase dominante». La ciudad rusa, al igual que las ciudades que caracterizaron al despotismo asiático y a diferencia de las ciudades artesanales y comerciales de la Edad Media, realizaba pues una actividad puramente de consumo. Por la misma época en que la moderna ciudad occidental defendía con más o menos éxito la política de impedir que los artesanos se estableciesen en los pueblos, la ciudad rusa desconocía todavía por completo este fenómeno. Pero, ¿dónde existía en Rusia una industria transformadora, un oficio?: en los pueblos, en la agricultura. A causa del intenso pillaje por parte del Estado, el bajo nivel económico no dejaba ningún margen a la acumulación de riquezas ni a la división del trabajo social. El verano, mucho más corto, en comparación con el occidental, traía consigo una inactividad invernal más larga. Todo esto dio ocasión a que la industria transformadora no se separase de la agricultura ni se concentrase en las ciudades, sino que continuara como ocupación accesoria en el campo. Cuando en la segunda mitad del siglo XIX comenzó el desarrollo de la industria capitalista en gran escala, no encontró ninguna industria urbana sobre la cual asentarse, sino principalmente el oficio aldeano kustar 6. El millón y medio de obreros fabriles que hay, como máximo, en Rusia --escribe Miliukov- tiene enfrente de sí a no menos de 4 millones de campesinos que están ocupados en sus aldeas en la industria transformadora, sin dejar por esto la agricultura. Precisamente esta clase, de la cual [...] surgió la fábrica europea, no participó en modo alguno [...] en la construcción de la industria rusa.
El crecimiento posterior de la población y de su productividad proporcionó una base natural para la división del trabajo social y, desde luego, también para el oficio urbano. Pero a causa de la presión económica de los países avanzados, la gran industria capitalista se apoderó enseguida de esta base, de forma que no hubo tiempo suficiente para que el oficio urbano floreciese.
Los cuatro millones de artesanos kustar eran justamente el elemento que, en Europa, había formado el núcleo de la población urbana entrando a formar parte de los gremios como maestros y oficiales, y que luego, progresivamente, fueron cada vez más quedando fuera de los gremios hasta independizarse de ellos por completo. Era precisamente esta capa de artesanos la que, durante la gran revolución, constituía la parte principal de la población de los barrios más revolucionarios de París. Ya este mero hecho -la insignificancia de la industria urbana- había de tener consecuencias incalculables para nuestra revolución 7.
La característica económica esencial de la ciudad contemporánea es la transformación de las materias primas, de las cuales le abastece el campo; por este motivo son decisivas para la ciudad las condiciones de transporte. Sólo la introducción del ferrocarril podía ensanchar de tal manera el campo de abastecimiento de la ciudad hasta el punto de hacer posible la aglomeración de centenares de miles de personas; la necesidad de una tal aglomeración resultó de la gran industria fabril. El núcleo de población de una ciudad moderna, por lo menos de una ciudad de importancia económica y política, es la clase de los obreros asalariados, claramente diferenciada. Justamente esta clase, que en la época de la gran revolución francesa era todavía sustancialmente desconocida, debía jugar en nuestra revolución el papel decisivo.
El sistema industrial fabril no solamente coloca al proletariado en la primera línea del frente sino que también empuja hacia la retaguardia a la democracia burguesa, quien en revoluciones anteriores había encontrado un apoyo en la pequeña burguesía urbana: artesanos, pequeños traficantes, etc. Y otra razón del papel político desproporcionadamente grande del proletariado ruso la constituye el hecho de que una parte considerable del capital ruso sea inmigrado. Esto ha conducido -según Kautsky- a que el proletariado haya aumentado en número, fuerza e influencia de una manera que no guardaba la más mínima proporción con el crecimiento del liberalismo burgués.
Ya explicamos cómo en Rusia el capitalismo no se desarrolló a partir del oficio artesanal. Cuando el capitalismo llegó a la conquista de Rusia traía consigo como auxiliar a la civilización económica europea; su competidor era el artesano kustar desamparado o el industrial urbano arruinado; y poseía en cambio a su favor, como reserva de fuerza de trabajo, al campesinado semiempobrecido. El absolutismo, por su parte, favoreció bajo diversos aspectos la subyugación capitalista del país.
Primero convirtió al campesino ruso en tributario de la bolsa mundial de valores. La falta, en el campo, del capital exigido continuamente por la ciudad, preparaba el terreno para las condiciones usurarias de los empréstitos extranjeros. Desde la regencia de Catalina II hasta el ministerio Witte-Durnovo 8 trabajaron banqueros de Amsterdam, Londres, París y Berlín con miras a la transformación de la autocracia en un gigantesco objeto de especulación en bolsa. Una parte considerable de los llamados empréstitos interiores, que fueron realizados por instituciones nacionales de crédito, no se diferenció en nada de los empréstitos extranjeros, ya que de hecho fue adquirida por capitalistas extranjeros. El absolutismo, mientras proletarizaba y pauperizaba al campesinado mediante altos impuestos, convertía los millones de la bolsa europea en soldados, en cruceros acorazados, en cárceles de incomunicación y en ferrocarriles. La mayor parte de estos gastos era absolutamente improductiva desde el punto de vista económico. Una parte inmensa del producto nacional fue pagada al extranjero en forma de intereses y enriquecía y fortalecía la aristocracia financiera de Europa. La burguesía financiera europea, cuya influencia política ha ido creciendo continuamente durante las últimas décadas en los países de gobierno parlamentario haciendo retroceder la influencia de los capitalistas industriales y comerciales, ha convertido realmente al gobierno zarista en su vasallo. Ahora bien, esta burguesía no quería ni podía llegar a ser una parte de la oposición burguesa en el interior de Rusia y efectivamente no lo fue. En lo que se refiere a sus simpatías y antipatías se guiaba por el principio que ya habían formulado los banqueros Hoppe y Cía., en el año 1789, relativo a las condiciones del empréstito para el zar Pablo. «Los intereses han de pagarse sin consideración de las circunstancias políticas». La bolsa europea estaba incluso directamente interesada en el mantenimiento del absolutismo: ningún otro gobierno podía garantizarle tales intereses de usura. Pero los empréstitos estatales no eran el único camino mediante el cual se importaban capitales europeos en Rusia. El mismo dinero que devoró una gran parte del presupuesto nacional ruso volvió a Rusia como capital comercial e industrial, atraído por sus riquezas naturales intactas y, sobre todo, por su mercado de trabajo no organizado y desacostumbrado a la resistencia. El periodo más reciente de nuestro incremento industrial de 1893 a 1889 fue al mismo tiempo un periodo de inmigración acentuada del capital europeo. Este capital, pues, que quedaba, ahora como antes, en su mayor parte en manos europeas y que dominaba la escena política en los parlamentos de Francia o Bélgica, movilizó en cambio, sobre la tierra rusa, a la clase obrera.
El capital europeo lanzó sus principales ramas de la producción y medios de comunicación sobre este país económicamente atrasado y lo esclavizó, saltando una serie de fases técnicas y económicas intermedias que, en cambio, en su patria no podía menos de recorrer progresivamente. Pero cuantos menos obstáculos encontraba en el camino hacia su predominio económico tanto menos importante se configuró su papel político.
La burguesía europea se desarrolló a partir del Tercer Estado de la Edad Media. Levantó la bandera de protesta contra el pillaje y la violencia por parte del Primer y del Segundo Estados, levantándola en nombre de los intereses del pueblo, al cual ella misma deseaba explotar. Durante la transformación de la monarquía clasista medieval en absolutismo burocrático, ésta se apoyó en la población urbana en su lucha contra las pretensiones del clero y de la aristocracia. La burguesía se aprovechó de esto para su propia promoción política. Así se desarrollaban, simultáneamente, el absolutismo burocrático y la clase capitalista; y cuando chocaron en 1789 se mostró que la burguesía gozaba del respaldo de la nación entera.
El absolutismo se desarrolló bajo la presión directa de los Estados occidentales. Se apoderó de los métodos de administración y dominación mucho antes de que la burguesía capitalista consiguiese desarrollarse al nivel de la economía nacional. El absolutismo disponía ya de un inmenso ejército permanente, de un aparato burocrático y fiscal centralizado y emitía deuda no amortizable con destino a los banqueros europeos, en una época en la que las ciudades rusas jugaban todavía un papel económico completamente subordinado.
El capital se internó desde el occidente, beneficiándose de la ayuda directa por parte del absolutismo, y convirtió en poco tiempo una serie de viejas ciudades arcaicas en centros industriales y comerciales, e inclusive creó tales ciudades comerciales e industriales en lugares antes inhabitados por completo. Este capital a menudo se presentó de repente en la forma de grandes e impersonales sociedades anónimas. En la década de la prosperidad industrial de 1893 a 1902, el capital nominal de las sociedades anónimas se incremento en 2 000 millones de rublos, mientras que de 1854 a 1892 había aumentado sólo en 900 millones de rublos. El proletariado se vio repentinamente concentrado en grandes aglomeraciones, habiendo tan sólo entre el absolutismo y él una burguesía capitalista numéricamente dé3.
1789-1848-1905
La historia no se repite. Por mucho que se quiera comparar la revolución rusa con la gran revolución francesa, no por eso se convierte la primera en una simple repetición de la segunda. El siglo XIX no ha transcurrido en vano.
Ya el año 1848 presenta una gran diferencia respecto al año 1789. En comparación con la gran revolución, la prusiana o la austríaca sorprendieron por su falta de brío. Por un lado llegaron demasiado pronto; por otro, demasiado tarde. El gigantesco esfuerzo que necesita la sociedad burguesa para arreglar cuentas radicalmente con los señores del pasado, sólo puede ser conseguido, bien mediante la poderosa unidad de la nación entera que se subleva contra el despotismo feudal, bien mediante una evolución acelerada de la lucha de clases dentro de esta nación en vías de emancipación.
El primer caso se dio entre 1789 y 1793; toda la energía nacional que se había ido acumulando en la tremenda resistencia contra el viejo orden, se volcó por completo en la lucha contra la reacción. En el segundo caso, que hasta ahora no se ha dado en la historia y que consideramos solamente como una posibilidad, se produce, dentro de la nación burguesa, el grado de energía necesario para conseguir la victoria sobre las fuerzas oscuras del pasado, mediante una "discutible" lucha de clases. Los ásperos conflictos internos que consumen gran parte de sus energías y privan a la burguesía de la posibilidad de desempeñar el papel principal, empujan a su antagonista hacia delante, le dan en un mes la experiencia de décadas, le colocan en el frente más avanzado y le entregan las riendas tendidas, ocasión que él aprovecha para, decididamente y sin vacilaciones, dar a los acontecimientos un ímpetu poderoso.
O una nación que se contrae toda ella como un león preparándose para el salto; o una nación que se ha dividido definitivamente, durante el proceso de la lucha, para dejar en libertad de movimientos a su mejor parte en orden a la realización de la tarea para la cual el todo entero ya no tiene fuerzas suficientes. Estos son dos tipos opuestos que, desde luego, se pueden contraponer en su forma pura sólo teóricamente.
Lo peor es, como en tantos otros casos, un término medio en este término medio se encontró el año 1848.
En el periodo heroico de la historia francesa vemos delante de nosotros una burguesía ilustrada y activa que aún no había descubierto sus propias contradicciones. La historia le había confiado la tarea del mando, en la lucha por el nuevo orden, no sólo en contra de las instituciones anticuadas de Francia sino también en contra de las fuerzas reaccionarias de toda Europa. Como consecuencia, la burguesía en todas sus diversas fracciones se siente conductora de la nación, compromete a las masas en la lucha, les transmite consignas y les señala la táctica de la lucha. La democracia unificó la nación bajo una ideología política. El pueblo -pequeños burgueses, campesinos y obreros- elegían burgueses como diputados y las tareas encargadas a ellos por las masas, estaban escritas en el lenguaje de una burguesía que era consciente de su papel mesiánico. Aunque también durante la revolución misma se destacan claramente antagonismos de clase, el ímpetu, una vez conseguido, de la lucha revolucionaria elimina política y consecuentemente los elementos burocráticos de la burguesía. Ninguna capa social es relevada sin haber transmitido antes su energía a las que le suceden. Así, la nación como un todo continúa la lucha por sus objetivos con medios cada vez más potentes y decididos. Cuando la crema de la burguesía adinerada se separa del núcleo del movimiento nacional puesto en marcha y se alía con Luis XVI, se vuelven las reivindicaciones de la nación, que a la sazón están ya dirigidas contra esta burguesía, hacia el sufragio universal, y hacia la república como formas lógicas e inevitables de la democracia.
La gran revolución francesa es, en efecto, una revolución nacional. Incluso más: aquí se manifiesta en su forma clásica la lucha mundial del orden social burgués por el dominio, el poder y la victoria indivisa dentro del marco nacional.
Jacobinismo es hoy una injuria en boca de los sabelotodo liberales. El odio burgués contra la revolución, contra las masas, contra la violencia y contra la historia que se hace en la calle, se ha concentrado en un grito de indignación y de angustia: ¡ Jacobinismo! Nosotros, el ejército mundial del comunismo, históricamente hemos ya arreglado cuentas hace tiempo con el jacobinismo. Todo el movimiento proletario internacional de la actualidad ha nacido y se ha fortalecido en disputa con las tradiciones del jacobinismo. Lo hemos sometido a una crítica teórica, hemos mostrado su estrechez, hemos desenmascarado su contradicción social, su utopismo, su fraseología y hemos roto con sus tradiciones que, durante décadas, pasaban por herencia sagrada de la revolución.
Pero defendemos el jacobinismo contra los ataques, las calumnias y los ultrajes insípidos de que le hace objeto el liberalismo flemático y exangüe. La burguesía ha traicionado ignominiosamente todas las tradiciones de su juventud histórica, sus mercenarios actuales profanan las tumbas de sus antepasados y calumnian los vestigios de sus ideales. El proletariado defiende el honor del pasado revolucionario de la burguesía. El proletariado que, en la práctica, ha roto tan radicalmente con las tradiciones revolucionarias de la burguesía, las protege como herencia de grandes pasiones, de heroísmo e iniciativa y su corazón late lleno de simpatía hacia los hechos y las palabras de la Convención jacobina.
¿Qué es lo que dio al liberalismo su fuerza atractiva que no fuesen las tradiciones de la gran revolución francesa? ¿En qué otro periodo se elevó la democracia burguesa a tal altura, encendió una llama tal en el corazón del pueblo como lo logró la democracia jacobina, sans-culotte y terrorista de Robespierre en el año 1793?
¿No era el jacobinismo el que posibilitaba y posibilita todavía al radicalismo burgués francés de los diversos matices a mantener en proscripción hasta hoy en día a una inmensa parte del pueblo, incluso del proletariado -y eso en una época en que el radicalismo burgués en Austria y Alemania nutría su breve historia de actos inútiles y ridículos?
¿No es la fuerza atractiva del jacobinismo, su ideología política abstracta, su culto por la República Sagrada y sus declamaciones solemnes, de lo que se nutren todavía hoy los radicales y radical-socialistas franceses como Clemenceau, Millerand, Briand, Bourgeois y todos esos políticos, más incapaces todavía de conservar las esencias de la sociedad burguesa que los junkers de Guillermo II, estúpidos por la gracia de Dios; junkers a los cuales envidian tan desesperadamente las democracias burguesas de otros países mientras, simultáneamente, denigran la razón y la fuente de su posición política privilegiada --el jacobinismo heroico- con calumnias? Incluso después de haber defraudado muchas esperanzas, siguió el jacobinismo viviendo como tradición en la conciencia del pueblo; el proletariado habló aún durante mucho tiempo de su futuro en el lenguaje del pasado. En el año 1840, casi medio siglo después del gobierno del «partido de la Montaña», ocho años antes de los días de junio del 48, Heine visitó varios talleres en el suburbio Saint- Marceau, y pudo ver lo que leían los obreros, «la parte más fuerte de la clase baja». «Allí encontré -así informó a un periódico alemán- varias ediciones nuevas de los discursos del viejo Robespierre, también de los panfletos de Marat por entregas, la Historia de la revolución de Cabet, la libélula venenosa de Cormenin, Babeuf y la conspiración de los Iguales de Buonarotti -todos ellos escritos que olían como a sangre... Como fruto de esta siembra -profetizó el poeta- amenaza prorrumpir, más tarde o más temprano, desde la tierra francesa la república 9».
En el año 1848, la burguesía era ya incapaz de jugar un papel comparable. No era lo suficientemente dispuesta ni audaz como para asumir la responsabilidad de la eliminación revolucionaria del orden social que se oponía a su dominación. Entretanto, hemos podido llegar a conocer el porqué. Su tarea consistía más bien -de eso se daba ella cuenta claramente- en incluir en el viejo sistema garantías que eran necesarias, no para su dominación política, sino simplemente para un reparto del poder con las fuerzas del pasado. La burguesía había extraído algunas lecciones de la experiencia de la burguesía francesa: estaba corrompida por su traición y amedrentada por sus fracasos. No solamente se guardaba muy bien de empujar a las masas al asalto contra el viejo orden sino que buscaba un apoyo en el viejo orden, con tal de rechazar a las masas que la empujaban hacia adelante.
La burguesía francesa supo hacer grande su revolución. Su conciencia era al mismo tiempo la conciencia de la sociedad entera y nada podía convertirse en institución duradera sin haber sido reconocido antes por esta conciencia como un objetivo suyo, como una tarea suya de carácter político. A menudo adoptó una actitud teatral para esconder ante sí misma la estrechez de su propio mundo burgués; pero seguía adelante sin embargo.
La burguesía alemana, en cambio, desde el principio en vez de «hacer» la revolución, se separaba de ella. Su conciencia se rebeló contra las condiciones objetivas de su propia domina- ción. No se podía llegar a la revolución con su concurso, sino contra ella. En su pensamiento, las instituciones democráticas se presentaban no como un objetivo de su lucha, sino como el peligro para su bienestar.
En el año 48 se necesitaba una clase que hubiese sido capaz de tomar en sus manos los acontecimientos, prescindiendo de la burguesía e incluso en contradicción con ella, una clase que hubiera estado dispuesta no sólo a empujar a la burguesía hacia adelante con toda su fuerza, sino también a quitar de en medio, en el momento decisivo, su cadáver político.
Ni la pequeña burguesía ni el campesinado eran capaces de hacerlo.
La pequeña burguesía urbana era no sólo hostil al ayer sino también al mañana. Estaba todavía encamisada en las circunstancias medievales -pero se veía ya impotente para mantenerse frente a la industria «libre»-; todavía configuraba los rasgos de las ciudades -pero ya cedía su influencia en favor de la gran burguesía y de la mediana-; ahogada en sus prejuicios, aturdida por el alboroto de los acontecimientos, explotada y explotando ella misma, ávida y desesperada en su codicia, la pequeña burguesía atrasada no podía ponerse a la cabeza de los acontecimientos mundiales.
Al campesinado le faltaba, en una medida aún mayor, una iniciativa política independiente. Desde hacía siglos avasallado, empobrecido y furioso, siendo siempre la encrucijada tanto de la vieja explotación como de la nueva, el campesinado representaba, en un momento determinado, una fuente rica en caótica fuerza revolucionaria. Pero desunido, dispersado, rechazado de las ciudades, los centros nerviosos de la política y de la cultura, apático, limitado en su horizonte a lo que le rodeaba de inmediato e indiferente frente a todo pensamiento urbano, el campesinado no podía tomar importancia como fuerza dirigente. A partir del momento en que le liberaban de la carga de las obligaciones feudales, el campesinado volvía a su inmovilidad y pagaba a la ciudad, que había luchado por sus derechos, con extrema ingratitud: los campesinos liberados se convertían en fanáticos del «orden».
La intelligentsia democrática, sin un poder de clase, se arrastraba pronto, como una especie de retaguardia política, a remolque de su hermana mayor, la burguesía liberal; luego, en momentos críticos, se separaba de ella para únicamente dar pruebas de su propia impotencia. Se enredaba en contradicciones insolubles y llevaba consigo esta confusión por todas partes.
El proletariado era demasiado débil, se encontraba sin organización, sin experiencia y sin conocimientos. El desarrollo capitalista había progresado lo suficiente como para hacer necesaria la abolición de las viejas condiciones feudales, pero no tan suficientemente como para permitir destacarse a la clase obrera --el producto de las nuevas condiciones de producción-- como una fuerza política decisiva. El antagonismo entre el proletariado y la burguesía se había desarrollado demasiado en el marco nacional de Alemania como para que aún le fuera posible a la burguesía figurar intrépidamente con el papel de protagonista nacional; pero no se había desarrollado tanto como para que el proletariado pudiese hacerse cargo él mismo de este papel. Aunque los roces internos de la revolución preparaban al proletariado para la independencia política, también ellos debilitaban, al mismo tiempo, la energía y la unidad de acción, hacían despilfarrar infructuosamente las fuerzas y obligaban a la revolución, después de los primeros éxitos, a marcar el paso sin moverse del sitio para emprender luego la retirada bajo los golpes de la reacción.
Austria ha sido un ejemplo especialmente claro y trágico de esta inexperiencia y del error que supone no llevar las condiciones políticas a sus últimas consecuencias durante un periodo revolucionario.
El proletariado de Viena mostró en 1848 un heroísmo asombroso y una energía inagotable. Una y otra vez se metía de lleno en la lucha empujado por un ronco instinto de clase, sin tener una idea general sobre los objetivos de la misma; saltaba de una consigna a la otra. La dirección del proletariado pasó -asombrosamente- al estudiantado, el único grupo democrático activo que tenía, gracias a su actividad, una gran influencia sobre las masas y, por consecuencia, también sobre los acontecimientos. Los estudiantes podían, si duda, luchar valientemente en las barricadas y fraternizar honrosamente con los obreros, pero eran incapaces de señalar la dirección de la revolución, posibilidad que la «dictadura» de la calle había colocado entre sus manos.
El proletariado, desunido, sin experiencia política y sin dirección política independiente, seguía a los estudiantes. En cada momento crítico los obreros ofrecían firmemente a los «señores que trabajan con la cabeza» la ayuda de los «que trabajan con las manos». Una vez convocaron los estudiantes a los obreros, otra vez les cerraron el camino al centro de la ciudad. Otras veces, en virtud de la autoridad política de que se revestía la «legión académica», les prohibían plantear reivindicaciones propias independientes. He aquí la forma clásica de la benévola dictadura revolucionaria sobre el proletariado.
La consecuencia de todo ello fueron los acontecimientos siguientes. Cuando el 26 de mayo todos los obreros vieneses siguieron el llamamiento de los estudiantes y se pusieron en acción para impedir que desarmaran a la «legión académica», cuando la población de la capital levantaba barricadas por todas partes, cuando se demostró asombrosamente patente y se apoderó de toda la ciudad, cuando la Viena armada tenía a Austria como respaldo, cuando la monarquía, que se dio a la fuga, había perdido todo significado, cuando, a causa de la presión popular, también las últimas tropas fueron mandadas retirarse de la capital, cuando el poder gubernamental de Austria era un objeto sin dueño, entonces, no hubo ninguna fuerza política para hacerse con el timón.
La burguesía liberal, conscientemente, no quería encargarse de un poder que había sido tomado de una manera tan rapaz; soñaba únicamente con el regreso del emperador, que se había retirado de la huérfana Viena al Tirol.
Los obreros eran suficientemente valientes para destrozar a la reacción, pero no lo bastante organizados y conscientes como para tomar posesión de la herencia de la misma. Existía un movimiento obrero potente, pero no había todavía ninguna verdadera lucha de clases desarrollada en la que el proletariado hubiese podido precisar sus fines políticos. El proletariado, incapaz de tomar el timón por sí mismo, tampoco podía inducir a la democracia burguesa a que realizara este gran acto histórico, ya que la burguesía -como ya tantas otras veces- se escondía en el momento decisivo. Para obligar a este cobarde a cumplir con sus deberes, el proletariado hubiera necesitado, en todo caso, de la misma fuerza y madurez que para la organización de un propio gobierno obrero provisional.
En resumidas cuentas, una situación que un contemporáneo caracterizó muy acertadamente con las palabras siguientes: «En efecto, en Viena se ha edificado la república pero desgraciadamente nadie se ha dado cuenta de ello... » La república, de la que nadie se había enterado, desapareció para mucho tiempo y dejó el camino libre a los Habsburgo... Una ocasión, una vez que se ha desaprovechado no vuelve por segunda vez.
De las experiencias de las revoluciones húngara y alemana, Lassalle sacó la conclusión de que, de allí en adelante, la revolución solamente se podía apoyar en la lucha de clases del proletariado.
Lassalle escribe a Marx en su carta del 24 de octubre de 1849: «Hungría tuvo la oportunidad, más que ningún otro país, de culminar felizmente la lucha. Entre otras causas, porque allí los partidos todavía no habían llegado a una separación y a un aislamiento tan radicales, al fuerte contraste que se da en Europa occidental; y porque allí la revolución aún estaba cubierta bajo la forma de una lucha nacional por la independencia. A pesar de eso, Hungría sucumbió y precisamente debido a la traición del partido nacional.
«Por lo tanto --continúa Lassalle en relación con la historia de Alemania durante los años 1848 y 1849-- esto me ha servido de lección definitiva en el sentido de considerar que en Europa ya no puede terminar bien ningún combate que no sea de antemano una pronunciada lucha puramente socialista; que ya no podrá terminar bien ninguna lucha que implique las cuestiones sociales sólo como un elemento oscuro, como un fondo, presentándose por fuera bajo la forma de una insurrección nacional o de un republicanismo burgués 10 ».
No vamos a detenernos en la crítica de estas decisivas conclusiones finales. En todo caso, son indudablemente correctas en el sentido de que, ya a mediados del siglo XIX, no se podía resolver la tarea nacional de la emancipación por la presión homogénea y unánime de la nación entera. Sólo la táctica independiente del proletariado, el cual sacase las fuerzas para luchar de su situación de clase y solamente de ella, podía garantizar la victoria de la revolución.
La clase obrera rusa del año 1906 no se parece en absoluto a la clase obrera de Viena del 48. Y la mejor prueba de ello es la experiencia de los soviets de diputados obreros. Aquí no se trata de organizaciones de conspiradores minuciosamente preparadas, que en un momento de exaltación se hacen con el poder sobre la masa del proletariado. No, aquí se trata de órganos creados metódicamente por esta misma masa en orden a la coordinación de su lucha revolucionaria. Y estos soviets, elegidos por las masas y responsables ante ellas, estas organizaciones incondicionalmente democráticas, practican una política de clase enormemente decisiva en el sentido del socialismo revolucionario.
Las particularidades sociales de la revolución rusa aparecen especialmente claras en la cuestión de la entrega de armas al pueblo. Una milicia (guardia nacional) fue la primera consigna y la primera adquisición de todas las revoluciones -1789 y 1848- en París, en todos los estados de Italia, en Viena y en Berlín. En el año 1848, la guardia nacional (es decir, la entrega de armas a los propietarios y a los «intelectuales» fue una consigna de toda la oposición burguesa, incluso de la más moderada, pero su objetivo no era únicamente el de proteger las libertades ganadas o meramente «concedidas» contra los intentos de subversión desde arriba sino también la de preservar la propiedad burguesa de los abusos del proletariado. La demanda de una milicia era, por tanto, una clara exigencia clasista de la burguesía. «Los italianos sabían muy bien --comentó un historiador inglés liberal a propósito del acuerdo italiano- que el armamento de la milicia civil haría imposible una subsistencia del despotismo. Además era una garantía para las clases poseedoras contra una posible anarquía y contra cualquier clase de agitación popular 11 ». Y la reacción dominante, quien en los centros importantes no disponía del poder militar suficiente para poder combatir la «anarquía», es decir, las masas revolucionarias, armaba a la burguesía. El absolutismo permitió, por de pronto, a los burgueses oprimir y pacificar a los obreros, para luego él desarmar y pacificar a los burgueses mismos.
En Rusia, la reivindicación de las milicias no tiene ni el más mínimo apoyo de los partidos burgueses. En el fondo los liberales no pueden menos de comprender su importancia - en este sentido, el absolutismo les ha servido claramente de lección. Pero también se dan cuenta de que es absolutamente imposible componer una milicia sin o contra el proletariado. Los obreros rusos se parecen poco a los obreros del 48 que llenaron de piedras sus bolsillos y enarbolaban garrotes, mientras que los traficantes, los estudiantes y los abogados llevaban al hombro mosquetes reales y ceñían espadas.
Armar la revolución significa en Rusia, antes que nada, armar a los obreros. Como los liberales lo sabían y lo temían, preferían desistir de crear las milicias. Sin combate, pues, abandonaron estas posiciones al absolutismo igual que el burgués Thiers abandonó París y Francia a Bismarck con el único objeto de no tener que armar a los obreros.
En la colección de artículos El Estado constitucional, manifiesto de la coalición liberal-demócrata, Dzvelegov dice con mucha razón, al discutir la posibilidad de un golpe de Estado, que la sociedad misma tiene que demostrar, en el momento decisivo, su disposición a sublevarse para proteger su Constitución». Pero como de ahí resulta por sí mismo la exigencia de armar al pueblo, el filósofo liberal cree «necesario añadir» que para la defensa contra los golpes de Estado «no es necesario en absoluto que todo el mundo tenga preparadas las armas 12 ». Lo único necesario es que la sociedad misma esté dispuesta a resistir. Sigue siendo desconocido por qué camino debe hacerlo. Si algo resulta claro de estas evasivas es que, en el corazón de nuestros demócratas, el miedo a la soldadesca de la autocracia ha sido vencido por el miedo al proletariado en armas.
Así la tarea de armar a la revolución recae con todo su peso sobre el proletariado. Y la milicia civil, la reivindicación clasista de la burguesía del 48, se presenta en Rusia desde el principio como una exigencia de armar al pueblo y sobre todo al proletariado. Con esta cuestión se pone al descubierto todo el destino de la revolución rusa.
Revolución y proletariado
La revolución es una prueba de fuerza abierta entre las fuerzas sociales en lucha por el poder.
El Estado no tiene fin en sí mismo. Es simplemente un instrumento de trabajo en las manos de la fuerza social dominante. Como cualquier instrumento, tiene sus mecanismos motores, de transmisión y de ejecución. La fuerza motriz es el interés de clase, cuyo mecanismo consiste en la agitación, la prensa, la propaganda de iglesia, de escuela, de partido; la manifestación callejera, la petición y la sublevación. El mecanismo de transmisión es la organización legislativa de los intereses de casta, dinastía, capa o clase, bajo el signo de la voluntad divina (absolutismo) o nacional (parlamentarismo). El mecanismo ejecutor finalmente es la Administración, con la policía, los tribunales, las cárceles y el ejército.
El Estado no tiene fin en sí mismo sino que es el más perfecto medio de organización, desorganización y reorganización de las relaciones sociales. Según en qué manos se encuentre, puede ser la palanca para una revolución profunda o el instrumento de una paralización organizada.
Cualquier partido político que merezca ese nombre trabaja para conquistar el poder gubernamental, a fin de poner el Estado al servicio de la clase cuyos intereses representa. La socialdemocracia, como partido del proletariado, aspira naturalmente a la dominación política de la clase obrera.
El proletariado crece y se fortalece con el crecimiento del capitalismo. En este sentido, el desarrollo del capitalismo es equivalente al desarrollo del proletariado hacia la dictadura. Pero el día y la hora en que el poder ha de pasar a manos de la clase obrera no dependen directamente de la situación de las fuerzas productivas sino de las condiciones de la lucha de clases, de la situación internacional y, finalmente, de una serie de elementos subjetivos: tradición, iniciativa, disposición para el combate...
Es posible que el proletariado de un país económicamente atrasado llegue antes al poder que en un país capitalista evolucionado. En 1871 se hizo cargo conscientemente de la dirección de los asuntos públicos en el París pequeño-burgués, aunque sólo por un periodo de dos meses; pero ni por una sola hora tomó el poder en los grandes centros capitalistas de Inglaterra o de los Estados Unidos. La idea que la dictadura proletaria depende en algún modo automáticamente de las fuerzas y medios técnicos de un país, es un prejuicio de un materialismo «económico» simplificado hasta el extremo. Tal idea no tiene nada en común con el marxismo. En nuestra opinión la revolución rusa creará las condiciones bajo las cuales el poder puede pasar a manos del proletariado (y, en el caso de una victoria de la revolución, así tiene que ser) antes de que los políticos del liberalismo burgués tengan la oportunidad de desplegar completamente su genio político.
En el periódico americano The Tribune escribió Marx 13, resumiendo los resultados de la revolución y de la contrarrevolución de 1848-1849: «La clase obrera alemana está, en comparación con la inglesa o la francesa, igual de atrasada en su evolución sociopolítica que la burguesía alemana en comparación con la burguesía de esos otros países. De tal amo, tal siervo. El desarrollo de las condiciones necesarias para la existencia de un proletariado numeroso, fuerte, concentrado e inteligente va mano a mano con el desarrollo de las condiciones necesarias a la existencia de una burguesía numerosa, acomodada, concentrada y poderosa. El movimiento obrero mismo nunca es independiente, nunca comprende exclusivamente un carácter político hasta que todas las diferentes partes de la burguesía, sobre todo su parte más progresista, los grandes propietarios de fábricas, no han conquistado el poder político transformando el Estado según sus necesidades. Entonces ha llegado el momento en que el conflicto inevitable entre los señores de las fábricas y los obreros asalariados se aproxima amenazante y ya no puede ser aplazado por más tiempo 14 ». El lector conoce probablemente esta cita ya que, en los últimos tiempos, los marxistas librescos han abusado de ella frecuentemente. La han puesto de relieve como argumento irrefutable contra la idea del gobierno obrero en Rusia. «De tal amo, tal siervo». Si la burguesía rusa no es lo suficientemente fuerte corno para encargarse de la autoridad pública, entonces menos aún se puede hablar de una democracia obrera, es decir del dominio político del proletariado.
El marxismo es sobre todo un método de análisis -no del análisis de textos sino del de las relaciones sociales-. ¿Es justo, en Rusia, que la debilidad del liberalismo capitalista signifique a todo trance la debilidad del movimiento obrero? ¿Es justo, en Rusia, que un movimiento proletario independiente no sea posible antes de que la burguesía haya conquistado la autoridad pública? Basta con plantear estas preguntas para reconocer el desesperado formalismo de pensamiento contenido en el intento de convertir un comentario histórico relativo de Marx en un teorema secular.
El desarrollo de la industria fabril en Rusia tuvo, en los periodos de prosperidad industrial, un carácter «americano»; pero las dimensiones efectivas de nuestra industria capitalista parecen enanas en comparación con la industria de los Estados americanos. Cinco millones de personas --el 16,6 % de la población trabajadora-- están ocupadas en la industria transformadora de Rusia; el número correspondiente en los Estados Unidos es de seis millones --el 22,2 %--. Estas cifras expresan todavía poco comparativamente; sin embargo, dan una idea clara si tenemos presente que la población rusa es casi el doble de la americana. Pero a fin de poder figurarse las auténticas dimensiones de la industria en estos dos países, hay que señalar que, en América en el año 1900, los talleres, fábricas y grandes empresas artesanas vendían mercancías por un valor de 25 000 millones de rublos, mientras que Rusia, en la misma época, producía en sus fábricas y empresas mercancías por un valor de menos de 2 500 millones de rublos 15.
El número de proletarios industriales, su grado de concentración, su nivel cultural y su importancia política dependen, sin duda, del grado de desarrollo de la industria capitalista. Pero esta dependencia no es directa; entre las fuerzas productivas de un país y las fuerzas políticas de sus clases se interponen, en cada momento, diferentes factores sociales y políticos de carácter nacional e internacional, que pueden llevar la configuración política correspondiente a unas condiciones económicas en una dirección inesperada, e incluso cambiarla por completo. Aunque las fuerzas productivas de la industria en los Estados Unidos son diez veces más grandes que las nuestras, el papel político del proletariado ruso, su influencia en la política internacional, en la política de nuestro país, y la posibilidad de tener influencia en la política internacional en un futuro próximo es incomparablemente mayor que el papel y la importancia del proletariado americano.
Kautsky, en su trabajo sobre el proletariado americano, recientemente editado, señala que no hay ninguna analogía directa e inmediata entre las fuerzas políticas del proletariado y la burguesía, por un lado, y el grado de desarrollo capitalista, por el otro. «Son sobre todo dos Estados -dice- que se contraponen como dos extremos, y de los cuales cada uno contempla el efecto desproporcionadamente fuerte (es decir mayor de lo que corresponde al nivel de su desarrollo) que produce cada uno de estos dos elementos del modo de producción capitalista: América la clase de los capitalistas, Rusia la de los proletarios. En América, más que en ningún otro lugar, se puede hablar de la dictadura del capital. El proletariado en lucha, en cambio, no ha obtenido, por ningún concepto, la importancia que en Rusia, y esta importancia tendrá que aumentar, y lo hará, ya que este país tan sólo acaba de comenzar a contemplar luchas de clase y de concederles, en cierto modo, un cierto margen de libertad para su libre desenvolvimiento». Después de la mención de que Alemania puede estudiar, en cierta medida, su futuro en Rusia, Kautsky continúa: «La verdad es que constituye un fenómeno peculiar el que sea precisamente el proletariado ruso quien deba indicarnos nuestro futuro, no en lo que toca a la organización del capital sino en lo que toca a la rebelión de la clase obrera; pues Rusia es el Estado más atrasado entre los grandes Estados del mundo capitalista. Eso parece estar en contradicción con la concepción materialista de la historia, según la cual el desarrollo económico forma la base del político. Sin embargo está solamente en contradicción con aquella clase de concepción materialista de la historia que presentan nuestros adversarios y críticos que entienden por ello un patrón hecho y no un método de investigación 16 ». Estas líneas hay que recomendarlas especialmente a la atención de aquellos marxistas nacionales que sustituyen el análisis independiente de las relaciones sociales por la interpretación de textos preseleccionados por ellos y aplicables a todos los casos de la vida. ¡Nadie compromete el marxismo tanto como estos marxistas nominales!
Por tanto, siguiendo a Kautsky, Rusia está caracterizada en el terreno económico por un nivel relativamente bajo del desarrollo capitalista, y en la esfera política por la falta de importancia de la burguesía capitalista y por el poder del proletariado revolucionario. Esto conduce a que la lucha por los intereses de toda Rusia corresponda a la única clase fuerte actualmente existente, al proletariado industrial.
«Como consecuencia de esto al proletariado industrial le corresponde una gran importancia política; por lo tanto, la lucha en Rusia por la liberación del pulpo asfixiante del absolutismo ha llegado a ser un duelo entre éste y la clase de obreros industriales, un duelo en el cual el campesinado otorga un apoyo importante pero sin que pueda desempeñar un papel dirigente 17».
Todo esto, ¿no nos da derecho a concluir que el «siervo» ruso puede llegar al poder antes que su «amo»?
Hay dos clases de optimismo político. Uno puede sobrestimar sus fuerzas y las ventajas de una situación revolucionaria y proponerse tareas cuya realización no está permitida por las correlaciones de fuerzas dadas. Pero a la inversa, también uno puede reducir, de una manera optimista, sus objetivos revolucionarios señalándose un límite que inevitablemente sobrepasaremos en virtud de la lógica de la situación.
Se puede restringir el marco de todas las cuestiones relativas a la revolución afirmando que nuestra revolución es, en su finalidad objetiva y, por tanto en sus resultados inevitables, una revolución burguesa; y se pueden cerrar los ojos ante el hecho de que la figura principal de esta revolución burguesa es el proletariado que, en el transcurso de la revolución, es llevado al poder.
Alguien puede consolarse pensando que, dentro del marco de una revolución burguesa, la dominación política del proletariado será sólo un episodio pasajero; y se puede también echar en olvido el hecho de que el proletariado, una vez en posesión del poder, no lo cederá de nuevo sin una resistencia desesperada, no lo soltará hasta que le sea: arrebatado por las armas.
Hay quien puede consolarse con el hecho de que las condiciones sociales de Rusia todavía no están maduras para un orden económico socialista, sin considerar que el proletariado en el poder es empujado inevitablemente, por toda la lógica de su situación, a dirigir estatalmente la economía.
La definición sociológica general de lo que es una revolución burguesa no determina en absoluto las tareas político tácticas, las contradicciones y los problemas que se presentan en el caso de una revolución burguesa concreta.
En el marco de la revolución burguesa de finales del siglo XVIII, cuya tarea objetiva era conseguir el dominio del capital, la dictadura de los sans-culottes resultaba posible. Esta dictadura no era un episodio meramente pasajero sino que configuraba todo el siglo siguiente; y ello pese al hecho de haber fracasado rápidamente a causa del reducido marco de la sociedad burguesa.
En la revolución de comienzos del siglo XX, pese a ser igualmente burguesa en virtud de sus tareas objetivas inmediatas, se bosquejó como perspectiva próxima la inevitabilidad o, por lo menos, la probabilidad del dominio político del proletariado. El propio proletariado se ocupará, con toda seguridad, de que este dominio no llegue a ser un «episodio» meramente pasajero tal como lo pretenden algunos filísteos realistas. Pero ahora podemos ya formular la pregunta: ¿Tiene que fracasar forzosamente la dictadura del proletariado entre los límites que determina la revolución burguesa o puede percibir, en las condiciones dadas de la historia universal, la perspectiva de una victoria después de haber reventado este marco limitado? Aquí nos urgen algunas cuestiones tácticas: ¿Debemos dirigir la acción conscientemente hacia un gobierno obrero, en la medida en que el desarrollo revolucionario nos acerque a esta etapa, o bien tenemos que considerar, en dicho momento, el poder político como una desgracia que la revolución quiere cargar sobre los obreros, siendo preferible evitarla?
¿No tenemos que darnos por aludidos por las palabras del político «realista» Vollmar 18 sobre los comunalistas de 1871 de que, en lugar de tomar el poder les hubiese sido mejor echarse a do5.
El proletariado en el poder y el campesinado
En el caso de una victoria decisiva de la revolución, el poder es traspasado a manos de la clase que ha desempeñado el papel dirigente en la lucha; en otras palabras, a las del proletariado en nuestro caso. Desde luego esto no excluye en lo más mínimo -y lo decimos ya aquí- que representantes revolucionarios de grupos sociales no proletarios entren en el gobierno. Ellos pueden y deben hacerlo; una política sana inducirá al proletariado a permitir que participen en el poder los líderes influyentes de la pequeña burguesía, de la intelligentsia o del campesinado. Toda la cuestión radica en esto: ¿Quién da a la política gubernamental su contenido y quién constituye en el poder una mayoría homogénea? Es muy diferente que representantes de capas democráticas del pueblo participen en un gobierno de mayoría obrera, a que los representantes del proletariado colaboren, más a menos como rehenes honoríficos, con un gobierno evidentemente democrático burgués.
La política de la burguesía liberal capitalista es, a pesar de todas sus vacilaciones y repliegues, a pesar de toda su traición, bastante definida. La política del proletariado es definida y perfilada aún con mayor exactitud. Pero la política de la intelligentsia, a causa de su posición social intermedia y de su inconsistencia, la política del campesinado por su heterogeneidad social, por su posición intermedia y por su primitivismo, la política de la pequeña burguesía, a su vez, como consecuencia de su falta de carácter, de su posición igualmente intermedia y de su carencia completa de tradiciones políticas, la política de estos tres grupos sociales es totalmente indefinida, informe, llena de variadas alternativas y, por tanto, llena de sorpresas.
Basta imaginarse un gobierno demócrata revolucionario sin representantes del proletariado para advertir de inmediato el absurdo que supone. La renuncia por parte de la socialdemocracia a participar en un gobierno revolucionario haría imposible que un tal gobierno fuese efectivamente revolucionario y sería, por tanto, una traición a la causa de la revolución. Pero la participación del proletariado en un gobierno sólo puede resultar objetivamente probable y permisible de principio cuando se trate de una participación dirigente y dominante. Naturalmente, puede llamarse a un tal gobierno dictadura del proletariado y del campesinado 19, dictadura del proletariado, del campesinado y de la intelligentsia o, finalmente, gobierno de coalición entre la clase obrera y la pequeña burguesía. Pero la pregunta sigue planteada: ¿Quién predomina en el gobierno y, por tanto, sobre la nación entera? Y si nos referimos a un gobierno propiamente obrero entonces la respuesta es: la hegemonía la tendrá la clase obrera.
La Convención como órgano de la dictadura jacobina no se compuso sólo de jacobinos; es más, los jacobinos se encontraron incluso en minoría. Pero la influencia de los sans-culottes fuera de la Convención y la necesidad de una política decidida para salvar al país pusieron el poder en las manos de los jacobinos. Y así, la Convención fue formalmente una representación nacional compuesta por jacobinos, girondinos y luego, al margen de ellos, un inmenso pantano; pero de hecho fue una dictadura de los jacobinos.
Cuando hablamos de un gobierno obrero nos fijamos sobre todo en la posición dominante y dirigente de los representantes obreros.
El proletariado no puede consolidar su poder sin ampliar la base de la revolución.
Muchas capas de las masas trabajadoras, sobre todo en el campo, serán incluidas por vez primera en la revolución, y, sólo entonces, conocerán una organización política, cuando la vanguardia de la revolución, el proletariado urbano, haya subido al poder estatal. Entonces se efectuarán las tareas de agitación revolucionaria y de organización con ayuda de los medios estatales. El poder legislativo mismo se convierte finalmente en un instrumento poderoso de la toma de conciencia revolucionaria de las masas populares.
Con esto, el carácter de nuestras condiciones socio-históricas que carga todo el peso de la revolución burguesa sobre los hombros del proletariado, causará al gobierno obrero dificultades enormes; pero, simultáneamente, también le proporcionará, por lo menos en los primeros tiempos de su existencia, inestimables ventajas. Esto tendrá su efecto en las relaciones entre el proletariado y el campesinado.
En las revoluciones de 1789-1793 y de 1848, el poder pasó, en un principio, del absolutismo a los elementos moderados de la burguesía; estos liberaron a los campesinos (el cómo es otra cuestión) antes de que la democracia revolucionaria subiese al poder o se dispusiera a hacerlo. El campesinado liberado perdió todo interés en los actos de fuerza políticos de los «ciudadanos», es decir en la continuación posterior de la revolución, y se convirtió, como un pilar rígido, en el fundamento del «orden» entregando la revolución a la reacción cesarista o archiabsolutista.
Ahora, y por mucho tiempo ya, a la revolución rusa se le ha cerrado el camino de la edificación de cualquier orden burgués constitucional que pudiera solucionar aunque sólo fuesen las tareas más simples de una democracia. En lo que se refiere a los burócratas reformistas del estilo Witte y Stolipin, todos sus esfuerzos «ilustrados» se vienen abajo, lo que se comprueba con el simple hecho de que ellos mismos se ven obligados a luchar por su propia existencia. El destino de los intereses revolucionarios más elementales del campesinado -incluso de la clase entera campesina- está, por consiguiente, entrelazado con el destino de toda la revolución, es decir con el destino del proletariado.
El proletariado, hallándose en el poder, se mostrará ante el campesinado como la clase liberadora.
La dominación del proletariado traerá consigo no sólo las igualdades democráticas y la libre autogobernación, ni significará tan sólo el traspaso de la carga impositiva sobre las clases poseedoras, la transformación del ejército permanente en milicias populares y la anulación de los tributos obligatorios de las iglesias, sino que significará también la legitimación de todos los cambios revolucionarios en las condiciones de propiedad del suelo (expropiación) realizados por los campesinos. El proletariado hará de estos cambios el punto de partida para otras medidas estatales en el dominio de la agricultura. En estas condiciones, en el primero y más difícil periodo de la revolución, el campesinado ruso no estará, en todo caso, menos interesado en la protección del régimen proletario (la «democracia obrera») de lo que lo estuvo el campesinado francés en mantener el régimen militar de Napoleón Bonaparte que garantizaba con sus bayonetas a los nuevos propietarios de tierra la invulnerabilidad de su propiedad. Y esto significa que el congreso de diputados convocado bajo la dirección del proletariado, el cual se ha asegurado el apoyo del campesinado, no será otra cosa que, un perfeccionamiento democrático de la dominación del proletariado.
¿Pero sería posible que el campesinado mismo apartase al proletariado y ocupase su sitio? No; eso es imposible. Toda la experiencia histórica se rebela contra esta suposición. La experiencia demuestra que el campesinado es completamente incapaz de desempeñar un papel político independiente 20.
La historia del capitalismo es la historia de la subyugación del campo a la ciudad. El desarrollo industrial de las ciudades europeas hizo imposible, en su tiempo, la perduración de las condiciones feudales en el dominio de la producción agraria. Pero el campo no produjo él mismo ninguna clase que hubiese podido llevar a cabo la tarea revolucionaria de la abolición del feudalismo. La misma ciudad, que había subyugado la agricultura al capital, produjo al mismo tiempo fuerzas revolucionarias que tomaron cuerpo político con influencia sobre toda la nación y que propagaron al campo el proceso de revolución de las condiciones estatales y de propiedad. En el transcurso de la evolución progresiva, el campo cayó definitivamente bajo la subyugación económica del capital, y el campesinado bajo la subyugación política de los partidos capitalistas. Estos hacen resurgir de nuevo el feudalismo en la política parlamentaria, convirtiendo al campesinado en dominio político suyo, en una reserva para la obtención de votos. El moderno Estado burgués, con ayuda del fisco y del militarismo, precipita al campesinado en las fauces del capital usurero y lo convierte, con la ayuda de los popes a sueldo del Estado, de las escuelas estatales y de la degeneración de la vida cuarteara, en la víctima de su política usuraria.
La burguesía rusa cede todas las posiciones revolucionarias al proletariado. Tendrá que ceder también la hegemonía revolucionaria sobre el campesinado. En esta situación en la que el poder pasa al proletariado, al campesinado no le quedará otra solución que adherirse al régimen de democracia obrera, aunque en este caso, no manifieste mayor firmeza moral que manifestó anteriormente al adherirse al régimen de la burguesía. Pero mientras que cualquier partido burgués una vez conquistados los votos del campesinado, se aprovecha rápidamente de su poder para esquilmar al campesinado y defraudarle en todas sus esperanzas y promesas, abriendo el paso, cuando más, a otro partido capitalista, el proletariado, que se apoya en el campesinado, hará cuanto esté en su poder para elevar el nivel cultural en el campo y desarrollar la conciencia política del campesinado. De todo lo dicho resulta claramente cómo vemos nosotros la idea de la «dictadura del proletariado y del campesinado» 19.
Lo decisivo no es si nosotros consideramos licita en principio, si nosotros «queremos» o «no queremos» tal forma de cooperación política. Lo cierto es que, en todo caso, no la consideramos realizable, por lo menos en un sentido directo e inmediato.
En efecto, una coalición de este tipo supone o bien que uno de los partidos burgueses existentes conquiste el campesinado, o bien que éste cree un partido poderoso independiente. Pero nos hemos esforzado en demostrar que ni lo uno ni lo otro es posible.
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El proletariado en el poder y el campesinado
En el caso de una victoria decisiva de la revolución, el poder es traspasado a manos de la clase que ha desempeñado el papel dirigente en la lucha; en otras palabras, a las del proletariado en nuestro caso. Desde luego esto no excluye en lo más mínimo -y lo decimos ya aquí- que representantes revolucionarios de grupos sociales no proletarios entren en el gobierno. Ellos pueden y deben hacerlo; una política sana inducirá al proletariado a permitir que participen en el poder los líderes influyentes de la pequeña burguesía, de la intelligentsia o del campesinado. Toda la cuestión radica en esto: ¿Quién da a la política gubernamental su contenido y quién constituye en el poder una mayoría homogénea? Es muy diferente que representantes de capas democráticas del pueblo participen en un gobierno de mayoría obrera, a que los representantes del proletariado colaboren, más a menos como rehenes honoríficos, con un gobierno evidentemente democrático burgués.
La política de la burguesía liberal capitalista es, a pesar de todas sus vacilaciones y repliegues, a pesar de toda su traición, bastante definida. La política del proletariado es definida y perfilada aún con mayor exactitud. Pero la política de la intelligentsia, a causa de su posición social intermedia y de su inconsistencia, la política del campesinado por su heterogeneidad social, por su posición intermedia y por su primitivismo, la política de la pequeña burguesía, a su vez, como consecuencia de su falta de carácter, de su posición igualmente intermedia y de su carencia completa de tradiciones políticas, la política de estos tres grupos sociales es totalmente indefinida, informe, llena de variadas alternativas y, por tanto, llena de sorpresas.
Basta imaginarse un gobierno demócrata revolucionario sin representantes del proletariado para advertir de inmediato el absurdo que supone. La renuncia por parte de la socialdemocracia a participar en un gobierno revolucionario haría imposible que un tal gobierno fuese efectivamente revolucionario y sería, por tanto, una traición a la causa de la revolución. Pero la participación del proletariado en un gobierno sólo puede resultar objetivamente probable y permisible de principio cuando se trate de una participación dirigente y dominante. Naturalmente, puede llamarse a un tal gobierno dictadura del proletariado y del campesinado 19, dictadura del proletariado, del campesinado y de la intelligentsia o, finalmente, gobierno de coalición entre la clase obrera y la pequeña burguesía. Pero la pregunta sigue planteada: ¿Quién predomina en el gobierno y, por tanto, sobre la nación entera? Y si nos referimos a un gobierno propiamente obrero entonces la respuesta es: la hegemonía la tendrá la clase obrera.
La Convención como órgano de la dictadura jacobina no se compuso sólo de jacobinos; es más, los jacobinos se encontraron incluso en minoría. Pero la influencia de los sans-culottes fuera de la Convención y la necesidad de una política decidida para salvar al país pusieron el poder en las manos de los jacobinos. Y así, la Convención fue formalmente una representación nacional compuesta por jacobinos, girondinos y luego, al margen de ellos, un inmenso pantano; pero de hecho fue una dictadura de los jacobinos.
Cuando hablamos de un gobierno obrero nos fijamos sobre todo en la posición dominante y dirigente de los representantes obreros.
El proletariado no puede consolidar su poder sin ampliar la base de la revolución.
Muchas capas de las masas trabajadoras, sobre todo en el campo, serán incluidas por vez primera en la revolución, y, sólo entonces, conocerán una organización política, cuando la vanguardia de la revolución, el proletariado urbano, haya subido al poder estatal. Entonces se efectuarán las tareas de agitación revolucionaria y de organización con ayuda de los medios estatales. El poder legislativo mismo se convierte finalmente en un instrumento poderoso de la toma de conciencia revolucionaria de las masas populares.
Con esto, el carácter de nuestras condiciones socio-históricas que carga todo el peso de la revolución burguesa sobre los hombros del proletariado, causará al gobierno obrero dificultades enormes; pero, simultáneamente, también le proporcionará, por lo menos en los primeros tiempos de su existencia, inestimables ventajas. Esto tendrá su efecto en las relaciones entre el proletariado y el campesinado.
En las revoluciones de 1789-1793 y de 1848, el poder pasó, en un principio, del absolutismo a los elementos moderados de la burguesía; estos liberaron a los campesinos (el cómo es otra cuestión) antes de que la democracia revolucionaria subiese al poder o se dispusiera a hacerlo. El campesinado liberado perdió todo interés en los actos de fuerza políticos de los «ciudadanos», es decir en la continuación posterior de la revolución, y se convirtió, como un pilar rígido, en el fundamento del «orden» entregando la revolución a la reacción cesarista o archiabsolutista.
Ahora, y por mucho tiempo ya, a la revolución rusa se le ha cerrado el camino de la edificación de cualquier orden burgués constitucional que pudiera solucionar aunque sólo fuesen las tareas más simples de una democracia. En lo que se refiere a los burócratas reformistas del estilo Witte y Stolipin, todos sus esfuerzos «ilustrados» se vienen abajo, lo que se comprueba con el simple hecho de que ellos mismos se ven obligados a luchar por su propia existencia. El destino de los intereses revolucionarios más elementales del campesinado -incluso de la clase entera campesina- está, por consiguiente, entrelazado con el destino de toda la revolución, es decir con el destino del proletariado.
El proletariado, hallándose en el poder, se mostrará ante el campesinado como la clase liberadora.
La dominación del proletariado traerá consigo no sólo las igualdades democráticas y la libre autogobernación, ni significará tan sólo el traspaso de la carga impositiva sobre las clases poseedoras, la transformación del ejército permanente en milicias populares y la anulación de los tributos obligatorios de las iglesias, sino que significará también la legitimación de todos los cambios revolucionarios en las condiciones de propiedad del suelo (expropiación) realizados por los campesinos. El proletariado hará de estos cambios el punto de partida para otras medidas estatales en el dominio de la agricultura. En estas condiciones, en el primero y más difícil periodo de la revolución, el campesinado ruso no estará, en todo caso, menos interesado en la protección del régimen proletario (la «democracia obrera») de lo que lo estuvo el campesinado francés en mantener el régimen militar de Napoleón Bonaparte que garantizaba con sus bayonetas a los nuevos propietarios de tierra la invulnerabilidad de su propiedad. Y esto significa que el congreso de diputados convocado bajo la dirección del proletariado, el cual se ha asegurado el apoyo del campesinado, no será otra cosa que, un perfeccionamiento democrático de la dominación del proletariado.
¿Pero sería posible que el campesinado mismo apartase al proletariado y ocupase su sitio? No; eso es imposible. Toda la experiencia histórica se rebela contra esta suposición. La experiencia demuestra que el campesinado es completamente incapaz de desempeñar un papel político independiente 20.
La historia del capitalismo es la historia de la subyugación del campo a la ciudad. El desarrollo industrial de las ciudades europeas hizo imposible, en su tiempo, la perduración de las condiciones feudales en el dominio de la producción agraria. Pero el campo no produjo él mismo ninguna clase que hubiese podido llevar a cabo la tarea revolucionaria de la abolición del feudalismo. La misma ciudad, que había subyugado la agricultura al capital, produjo al mismo tiempo fuerzas revolucionarias que tomaron cuerpo político con influencia sobre toda la nación y que propagaron al campo el proceso de revolución de las condiciones estatales y de propiedad. En el transcurso de la evolución progresiva, el campo cayó definitivamente bajo la subyugación económica del capital, y el campesinado bajo la subyugación política de los partidos capitalistas. Estos hacen resurgir de nuevo el feudalismo en la política parlamentaria, convirtiendo al campesinado en dominio político suyo, en una reserva para la obtención de votos. El moderno Estado burgués, con ayuda del fisco y del militarismo, precipita al campesinado en las fauces del capital usurero y lo convierte, con la ayuda de los popes a sueldo del Estado, de las escuelas estatales y de la degeneración de la vida cuarteara, en la víctima de su política usuraria.
La burguesía rusa cede todas las posiciones revolucionarias al proletariado. Tendrá que ceder también la hegemonía revolucionaria sobre el campesinado. En esta situación en la que el poder pasa al proletariado, al campesinado no le quedará otra solución que adherirse al régimen de democracia obrera, aunque en este caso, no manifieste mayor firmeza moral que manifestó anteriormente al adherirse al régimen de la burguesía. Pero mientras que cualquier partido burgués una vez conquistados los votos del campesinado, se aprovecha rápidamente de su poder para esquilmar al campesinado y defraudarle en todas sus esperanzas y promesas, abriendo el paso, cuando más, a otro partido capitalista, el proletariado, que se apoya en el campesinado, hará cuanto esté en su poder para elevar el nivel cultural en el campo y desarrollar la conciencia política del campesinado. De todo lo dicho resulta claramente cómo vemos nosotros la idea de la «dictadura del proletariado y del campesinado» 19.
Lo decisivo no es si nosotros consideramos licita en principio, si nosotros «queremos» o «no queremos» tal forma de cooperación política. Lo cierto es que, en todo caso, no la consideramos realizable, por lo menos en un sentido directo e inmediato.
En efecto, una coalición de este tipo supone o bien que uno de los partidos burgueses existentes conquiste el campesinado, o bien que éste cree un partido poderoso independiente. Pero nos hemos esforzado en demostrar que ni lo uno ni lo otro es posible.
5.
El proletariado en el poder y el campesinado
En el caso de una victoria decisiva de la revolución, el poder es traspasado a manos de la clase que ha desempeñado el papel dirigente en la lucha; en otras palabras, a las del proletariado en nuestro caso. Desde luego esto no excluye en lo más mínimo -y lo decimos ya aquí- que representantes revolucionarios de grupos sociales no proletarios entren en el gobierno. Ellos pueden y deben hacerlo; una política sana inducirá al proletariado a permitir que participen en el poder los líderes influyentes de la pequeña burguesía, de la intelligentsia o del campesinado. Toda la cuestión radica en esto: ¿Quién da a la política gubernamental su contenido y quién constituye en el poder una mayoría homogénea? Es muy diferente que representantes de capas democráticas del pueblo participen en un gobierno de mayoría obrera, a que los representantes del proletariado colaboren, más a menos como rehenes honoríficos, con un gobierno evidentemente democrático burgués.
La política de la burguesía liberal capitalista es, a pesar de todas sus vacilaciones y repliegues, a pesar de toda su traición, bastante definida. La política del proletariado es definida y perfilada aún con mayor exactitud. Pero la política de la intelligentsia, a causa de su posición social intermedia y de su inconsistencia, la política del campesinado por su heterogeneidad social, por su posición intermedia y por su primitivismo, la política de la pequeña burguesía, a su vez, como consecuencia de su falta de carácter, de su posición igualmente intermedia y de su carencia completa de tradiciones políticas, la política de estos tres grupos sociales es totalmente indefinida, informe, llena de variadas alternativas y, por tanto, llena de sorpresas.
Basta imaginarse un gobierno demócrata revolucionario sin representantes del proletariado para advertir de inmediato el absurdo que supone. La renuncia por parte de la socialdemocracia a participar en un gobierno revolucionario haría imposible que un tal gobierno fuese efectivamente revolucionario y sería, por tanto, una traición a la causa de la revolución. Pero la participación del proletariado en un gobierno sólo puede resultar objetivamente probable y permisible de principio cuando se trate de una participación dirigente y dominante. Naturalmente, puede llamarse a un tal gobierno dictadura del proletariado y del campesinado 19, dictadura del proletariado, del campesinado y de la intelligentsia o, finalmente, gobierno de coalición entre la clase obrera y la pequeña burguesía. Pero la pregunta sigue planteada: ¿Quién predomina en el gobierno y, por tanto, sobre la nación entera? Y si nos referimos a un gobierno propiamente obrero entonces la respuesta es: la hegemonía la tendrá la clase obrera.
La Convención como órgano de la dictadura jacobina no se compuso sólo de jacobinos; es más, los jacobinos se encontraron incluso en minoría. Pero la influencia de los sans-culottes fuera de la Convención y la necesidad de una política decidida para salvar al país pusieron el poder en las manos de los jacobinos. Y así, la Convención fue formalmente una representación nacional compuesta por jacobinos, girondinos y luego, al margen de ellos, un inmenso pantano; pero de hecho fue una dictadura de los jacobinos.
Cuando hablamos de un gobierno obrero nos fijamos sobre todo en la posición dominante y dirigente de los representantes obreros.
El proletariado no puede consolidar su poder sin ampliar la base de la revolución.
Muchas capas de las masas trabajadoras, sobre todo en el campo, serán incluidas por vez primera en la revolución, y, sólo entonces, conocerán una organización política, cuando la vanguardia de la revolución, el proletariado urbano, haya subido al poder estatal. Entonces se efectuarán las tareas de agitación revolucionaria y de organización con ayuda de los medios estatales. El poder legislativo mismo se convierte finalmente en un instrumento poderoso de la toma de conciencia revolucionaria de las masas populares.
Con esto, el carácter de nuestras condiciones socio-históricas que carga todo el peso de la revolución burguesa sobre los hombros del proletariado, causará al gobierno obrero dificultades enormes; pero, simultáneamente, también le proporcionará, por lo menos en los primeros tiempos de su existencia, inestimables ventajas. Esto tendrá su efecto en las relaciones entre el proletariado y el campesinado.
En las revoluciones de 1789-1793 y de 1848, el poder pasó, en un principio, del absolutismo a los elementos moderados de la burguesía; estos liberaron a los campesinos (el cómo es otra cuestión) antes de que la democracia revolucionaria subiese al poder o se dispusiera a hacerlo. El campesinado liberado perdió todo interés en los actos de fuerza políticos de los «ciudadanos», es decir en la continuación posterior de la revolución, y se convirtió, como un pilar rígido, en el fundamento del «orden» entregando la revolución a la reacción cesarista o archiabsolutista.
Ahora, y por mucho tiempo ya, a la revolución rusa se le ha cerrado el camino de la edificación de cualquier orden burgués constitucional que pudiera solucionar aunque sólo fuesen las tareas más simples de una democracia. En lo que se refiere a los burócratas reformistas del estilo Witte y Stolipin, todos sus esfuerzos «ilustrados» se vienen abajo, lo que se comprueba con el simple hecho de que ellos mismos se ven obligados a luchar por su propia existencia. El destino de los intereses revolucionarios más elementales del campesinado -incluso de la clase entera campesina- está, por consiguiente, entrelazado con el destino de toda la revolución, es decir con el destino del proletariado.
El proletariado, hallándose en el poder, se mostrará ante el campesinado como la clase liberadora.
La dominación del proletariado traerá consigo no sólo las igualdades democráticas y la libre autogobernación, ni significará tan sólo el traspaso de la carga impositiva sobre las clases poseedoras, la transformación del ejército permanente en milicias populares y la anulación de los tributos obligatorios de las iglesias, sino que significará también la legitimación de todos los cambios revolucionarios en las condiciones de propiedad del suelo (expropiación) realizados por los campesinos. El proletariado hará de estos cambios el punto de partida para otras medidas estatales en el dominio de la agricultura. En estas condiciones, en el primero y más difícil periodo de la revolución, el campesinado ruso no estará, en todo caso, menos interesado en la protección del régimen proletario (la «democracia obrera») de lo que lo estuvo el campesinado francés en mantener el régimen militar de Napoleón Bonaparte que garantizaba con sus bayonetas a los nuevos propietarios de tierra la invulnerabilidad de su propiedad. Y esto significa que el congreso de diputados convocado bajo la dirección del proletariado, el cual se ha asegurado el apoyo del campesinado, no será otra cosa que, un perfeccionamiento democrático de la dominación del proletariado.
¿Pero sería posible que el campesinado mismo apartase al proletariado y ocupase su sitio? No; eso es imposible. Toda la experiencia histórica se rebela contra esta suposición. La experiencia demuestra que el campesinado es completamente incapaz de desempeñar un papel político independiente 20.
La historia del capitalismo es la historia de la subyugación del campo a la ciudad. El desarrollo industrial de las ciudades europeas hizo imposible, en su tiempo, la perduración de las condiciones feudales en el dominio de la producción agraria. Pero el campo no produjo él mismo ninguna clase que hubiese podido llevar a cabo la tarea revolucionaria de la abolición del feudalismo. La misma ciudad, que había subyugado la agricultura al capital, produjo al mismo tiempo fuerzas revolucionarias que tomaron cuerpo político con influencia sobre toda la nación y que propagaron al campo el proceso de revolución de las condiciones estatales y de propiedad. En el transcurso de la evolución progresiva, el campo cayó definitivamente bajo la subyugación económica del capital, y el campesinado bajo la subyugación política de los partidos capitalistas. Estos hacen resurgir de nuevo el feudalismo en la política parlamentaria, convirtiendo al campesinado en dominio político suyo, en una reserva para la obtención de votos. El moderno Estado burgués, con ayuda del fisco y del militarismo, precipita al campesinado en las fauces del capital usurero y lo convierte, con la ayuda de los popes a sueldo del Estado, de las escuelas estatales y de la degeneración de la vida cuarteara, en la víctima de su política usuraria.
La burguesía rusa cede todas las posiciones revolucionarias al proletariado. Tendrá que ceder también la hegemonía revolucionaria sobre el campesinado. En esta situación en la que el poder pasa al proletariado, al campesinado no le quedará otra solución que adherirse al régimen de democracia obrera, aunque en este caso, no manifieste mayor firmeza moral que manifestó anteriormente al adherirse al régimen de la burguesía. Pero mientras que cualquier partido burgués una vez conquistados los votos del campesinado, se aprovecha rápidamente de su poder para esquilmar al campesinado y defraudarle en todas sus esperanzas y promesas, abriendo el paso, cuando más, a otro partido capitalista, el proletariado, que se apoya en el campesinado, hará cuanto esté en su poder para elevar el nivel cultural en el campo y desarrollar la conciencia política del campesinado. De todo lo dicho resulta claramente cómo vemos nosotros la idea de la «dictadura del proletariado y del campesinado» 19.
Lo decisivo no es si nosotros consideramos licita en principio, si nosotros «queremos» o «no queremos» tal forma de cooperación política. Lo cierto es que, en todo caso, no la consideramos realizable, por lo menos en un sentido directo e inmediato.
En efecto, una coalición de este tipo supone o bien que uno de los partidos burgueses existentes conquiste el campesinado, o bien que éste cree un partido poderoso independiente. Pero nos hemos esforzado en demostrar que ni lo uno ni lo otro es posible.
6.
El régimen proletario
El proletariado únicamente puede subir al poder si se apoya en una sublevación nacional o en el entusiasmo general de la población. El proletariado entrará en el gobierno como el representante revolucionario de la nación, como jefe reconocido de la lucha contra el absolutismo y la barbarie de la servidumbre. Pero, ya en el poder, el proletariado iniciará una nueva época -una época de legislación revolucionaria, de política decidida- y, en relación con esto, no puede estar seguro en modo alguno de seguir siendo reconocido como representante de la voluntad de la nación. Las primeras medidas del proletariado -la limpieza de los establos de Augias del antiguo régimen y la expulsión de sus moradores- encontrarán el apoyo activo de la nación entera, pese a lo que digan los eunucos liberales sobre el enraizamiento de ciertos prejuicios en las masas populares.
La limpia política será completada por una reorganización democrática de todas las condiciones que configuran la sociedad y el Estado. El gobierno obrero tendrá que intervenir decidida- mente, bajo la influencia de la presión directa y de las reivindicaciones inmediatas, en todas las relaciones y fenómenos sociales...
Su primera operación tendrá que consistir en expulsar del ejército y de la administración a todos aquellos que se han manchado con la sangre del pueblo y liquidar o disolver aquellas instituciones que más se hayan caracterizado en la criminal represión contra el pueblo; este trabajo tendrá que ser realizado ya en los primeros días de la revolución, es decir aun mucho antes de que sea posible introducir el nuevo sistema de funcionarios elegidos y responsables y proceder a la organización de una milicia popular. Pero esto sólo no es suficiente. La democracia obrera se verá confrontada enseguida con la cuestión de la duración de la jornada de trabajo, con la cuestión agraria y con el problema del paro forzoso...
Un punto está claro: cada nuevo día se hará más profunda la política del proletariado en el poder y se hará cada vez más claro su carácter de clase. Pero al mismo tiempo también se verá cortado el vínculo revolucionario entre el proletariado y la nación, y la separación clasista del campesinado revestirá caracteres políticos; el antagonismo entre sus partes integrantes crecerá en la medida en que la política del gobierno obrero sea consciente de su propio destino y se convierta, de una política democrática general, en una política de clase.
Si bien, por un lado, la falta de tradiciones burguesas individualistas y de prejuicios antiproletarlos en el campesinado y la intelligentsia ayudará al Proletariado a mantenerse en el poder, no hay que olvidar, por otra parte, que esta ausencia de prejuicios no se deriva de una conciencia política sino de una barbarie política, de la desestructuración social, del primitivismo y del amorfismo. Todos estos elementos y características no pueden proporcionar una base segura para una política consecuente y activa del proletariado.
La abolición del sistema de servidumbre feudal encontrará el apoyo del campesinado entero, la clase más afectada por la servidumbre. Un impuesto progresivo sobre la renta tendrá el apoyo de la gran mayoría del campesinado; pero las medidas legislativas de protección del proletariado del campo no sólo no serán recibidas con el beneplácito activo de la mayoría, sino que tropezarán con una resistencia activa de parte de una minoría.
El proletariado se verá obligado a llevar al campo la lucha de clases y a destruir de esta manera la comunidad de intereses que le une con el campesinado entero, comunidad indudablemente existente aunque dentro de límites relativamente estrechos. Desde el primer momento de su dominación, el proletariado tendrá que buscar su apoyo en la confrontación de las capas pobres y ricas del campesinado, del proletariado del campo con la burguesía agrícola. Pero si, por un lado, la heterogeneidad del campesinado constituye una dificultad y limita la base de una política proletaria, por otro lado su insuficiente diferenciación de clase, hará también más difícil llevar al campesinado a una lucha de clases desarrollada en la cual pudiese apoyarse el proletariado urbano. El primitivismo del campesinado mostrará al proletariado su lado más hostil.
El enfriamiento del campesinado, su pasividad política y especialmente la resistencia activa de sus capas superiores, no podrá menos de tener influencia sobre una parte de la intelligentsia y sobre la pequeña burguesía urbana.
Por tanto, cuanto más decidida y definida sea la política del proletariado en el poder, tanto más estrecha se hará su base, tanto más se moverá el suelo bajo sus pies. Todo esto es sumamente probable e incluso inevitable... Dos rasgos esenciales de la política proletaria tropezarán con la resistencia de sus aliados: el colectivismo y el internacionalismo.
El carácter pequeño-burgués y el primitivismo del campesinado, la estrechez aldeana de su horizonte, su aislamiento de las cuestiones políticas internacionales y de sus interdependencias, serán un obstáculo serio para la estabilización de la política revolucionaria del proletariado que se encuentra en el poder.
Imaginarse que la socialdemocracia puede entrar en un gobierno provisional, dirigirlo durante un periodo de reformas democrático revolucionarias que también incluya sus reivindicaciones más radicales -apoyándose en el proletariado organizado-- y que luego, después de haber cumplido con su programa democrático se mude del edificio que ella ha construido, dejando libre el camino a los partidos burgueses, entrando en la oposición e iniciando una época de política parlamentaria; imaginarse esto significaría comprometer la idea de un gobierno obrero. No porque fuera inadmisible «por principio» -tal actitud carece de sentido- sino porque sería completamente irreal, porque sería un utopismo de la peor especie, una clase de utopismo filisteo revolucionario, y lo sería por la razón siguiente:
La subdivisión de nuestro programa en uno mínimo y otro máximo es de una principal importancia con la condición de que el poder se encuentre en manos de la burguesía. Precisamente este hecho de que la burguesía esté en el poder, excluye de nuestro programa mínimo todas las reivindicaciones que sean incompatibles con la propiedad privada de los medios de producción. Precisamente estas reivindicaciones son las que dan el contenido a la revolución socialista y su condición previa es la dictadura del proletariado.
Pero una vez que el poder se encuentre en manos del gobierno revolucionario con una mayoría socialista, la diferencia entre el programa mínimo y el máximo pierde prácticamente toda importancia, tanto «de principio» como en la práctica. Un gobierno proletario no puede, de ningún modo, actuar dentro de un marco tan limitado. Tomemos la reivindicación de la jornada laboral de ocho horas. Como es sabido, no se contradice en lo más mínimo con las condiciones capitalistas de producción y entra, por tanto, en el programa mínimo de la socialdemocracia. Pero imaginémonos el cuadro de su realización real durante un periodo revolucionario en el que todas las pasiones sociales están en tensión. La nueva ley chocaría, sin duda, con la resistencia organizada y obstinada de los capitalistas, por ejemplo en forma de lock- out y cierre de fábricas y empresas. Centenares de miles de obreros serían puestos en la calle. ¿Qué tendría que hacer el gobierno? Un gobierno burgués, por muy radical que fuese, no permitiría que se llegase a este punto ya que se vería impotente con las fábricas y empresas cerradas. Tendría que hacer concesiones, la jornada de ocho horas no sería introducida, la indignación del proletariado sería reprimida...
Bajo la dominación política del proletariado, la introducción del día laborable de ocho horas tendría que conducir a consecuencias muy distintas. El cierre de fábricas y empresas por los capitalistas naturalmente no puede ser motivo para prolongar la jornada laboral por parte de un gobierno que se quiere apoyar en el proletariado y no en el capital --como el liberalismo-- y que no quiere desempeñar el papel de intermediario «imparcial» de la democracia burguesa. Para un gobierno obrero sólo hay una salida: la expropiación de las fábricas y empresas cerradas y la organización de su producción sobre la base de la gestión colectiva.
Naturalmente, puede argumentarse de la manera siguiente. Supongamos que el gobierno obrero decreta, fiel a su programa, la jornada laboral de ocho horas; si el capital practica una resistencia que no puede ser superada con los medios de un programa demócrata -puesto que supone la protección de la propiedad privada- entonces dimite la socialdemocracia y apela al proletariado. Esta solución sería tal desde el punto de vista del grupo de personas que componen el gobierno, pero no lo sería desde el punto de vista del proletariado o desde el punto de vista del desarrollo de la revolución, ya que la situación después de retirarse la socialdemocracia sería la misma que anteriormente cuando se vio obligada a cargar con el poder. A la vista de la resistencia organizada del capital, la huida es una traición aún mayor a la revolución que la renuncia a tomar el poder, puesto que verdaderamente es mejor no entrar en el gobierno que hacerlo con el único objeto de dar pruebas de debilidad y retirarse después.
Otro ejemplo. El proletariado en el poder no puede menos de tomar las medidas más enérgicas para resolver el problema del paro forzoso, pues va de suyo que los representantes obreros que entran en el gobierno no pueden responder a las peticiones de los parados aludiendo simplemente al carácter burgués de la revolución.
Pero si el Estado se encarga aunque sólo sea de asegurar la subsistencia de los parados (aquí no es importante saber en qué forma lo hace), esto significa un inmenso cambio inmediato en cuanto a la potencia económica del proletariado. Los capitalistas, cuya presión sobre el proletariado se ha basado siempre en el hecho de la existencia de un ejército de reserva, se sienten impotentes económicamente, mientras que, al mismo tiempo, el -gobierno revolucionario les condena a la impotencia política. Si el Estado se encarga de apoyar a los parados, al mismo tiempo se encarga, con ello, de asegurar la subsistencia de los huelguistas. Si no hace esto, socava inmediata e irrevocablemente su propia base de existencia.
A los fabricantes no les queda otro remedio que llegar al lockout, es decir al cierre de las fábricas. Está claro que los fabricantes pueden resistir durante mucho más tiempo al cese de la producción que los obreros y que, por lo tanto, para el gobierno obrero sólo hay una respuesta a un lock-out en masa: la expropiacíón de las fábricas, y -por lo menos en el caso de las más grandes- la organización de la producción sobre una base estatal o comunal.
En el terreno de la agricultura surgen problemas análogos, simplemente a causa del hecho de la expropiación del suelo. No se puede suponer, en modo alguno, que un gobierno proletario divida las explotaciones de producción en gran escala después de su expropiación en parcelas individuales y las venda para su explotación a los pequeños productores; aquí el único camino posible es el de organizar la producción cooperativa bajo un control comunal o directamente bajo una gestión estatal; y ésta es la vía hacia el socialismo.
Todo esto demuestra claramente que la socialdemocracia no puede entrar en un gobierno revolucionario habiendo prometido al proletariado no bajar del programa mínimo, y habiendo prometido, al mismo tiempo, a la burguesía no salirse del programa mínimo. Tal compromiso simultáneo sería irrealizable. Si los representantes del proletariado entran en el gobierno, no como rehenes sin poder sino como fuerza dirigente, entonces liquidarán el límite entre el programa mínimo y el máximo, es decir, incluirán el colectivismo en el orden del día. El punto en el que el proletariado, lanzado en esta dirección, será frenado, dependerá de la correlación de fuerzas y, en mucha menor medida, de las intenciones originarias del partido del proletariado.
Por eso no puede hablarse de alguna forma especial de dictadura proletaria en el marco de la revolución burguesa, y menos de una dictadura democrática del proletariado (o del proletariado y del campesinado). La clase obrera no puede garantizar el carácter democrático de su dictadura si al mismo tiempo se compromete a no pasarse de los límites de un estrecho programa democrático. Ilusiones cualesquiera sobre este punto serían funestas y comprometerían a la socialdemocracia desde el principio.
Cuando el partido del proletariado tome el poder, luchará por él hasta el final. Si un medio de esta lucha por el mantenimiento y la estabilización del poder será la agitación y organización, especialmente en el campo, otro medio lo será la política colectivista. El colectivismo no sólo se hará necesario en virtud de la postura política del partido en el poder, sino que al mismo tiempo será también un medio para mantener esta postura con el apoyo del proletariado.
Cuando se formulé en la prensa socialista la idea de la revolución ininterrumpida, que entrelazaba la liquidación del absolutismo y del sistema de servidumbre civil con la revolución socialista mediante una serie de conflictos sociales en agudización paulatina, mediante el surgimiento de nuevas capas sociales de entre las masas y mediante los continuos ataques del proletariado a los privilegios económicos y políticos de las clases dominantes, entonces, nuestra prensa «progresista» levantó unánimemente aullidos de indignación. ¡Oh, ella había aguantado mucho pero en cambio esto no lo podía aceptar! La revolución -gritó- no es un acontecer que pueda «decretarse legalmente». La aplicación de medidas extraordinarias sólo sería admisible en circunstancias extraordinarias. Y el objeto del movimiento liberador no sería el de eternizar la revolución sino el de dirigirla lo más rápidamente posible hacia las vías legales, etc., etc.
Los representantes más radicales de esa misma especie de democracia no se atreven a manifestarse en contra de la revolución a partir del punto de vista de los «progresos» constitucionales ya asegurados: tampoco para ellos representa este cretinismo parlamentario, antecedente del ascenso al parlamentarismo, ningún arma eficaz en la lucha contra la revolución proletaria. Ellos eligen otro camino: no se colocan sobre la base del derecho sino sobre la de hechos aparentes -sobre la base de las «posibilidades» históricas, sobre la del «realismo» político y finalmente... finalmente incluso sobre la base del «marxismo». ¿Por qué no? Ya Antonio, el devoto ciudadano de Venecia, decía muy acertadamente:
No olvides que el diablo, para sus fines, puede citar las Sagradas Escrituras 21.
Ellos consideran no sólo fantástica la idea de un gobierno obrero en Rusia, sino que incluso desechan la posibilidad de una revolución socialista en Europa en la próxima época histórica. Las «condiciones previas» necesarias todavía no existen. ¿Es cierto esto? Naturalmente no se trata de fijar la fecha de la revolución socialista sino de apreciar bien sus perspectivas históricas reales.
7.
Las condiciones previas del socialismo
El marxismo ha hecho del socialismo una ciencia. Esto no impide a ciertos «marxistas» hacer del marxismo una utopía.
Rozkov explica, en su argumentación contra el programa de socialización y cooperativismo, las «condiciones previas necesarias del futuro sistema social que han sido fijadas imperecederamente por Marx», como sigue: ¿Se da ya acaso -dice Rozkov- su condición previa material, objetiva? Esta condición previa supone un nivel de desarrollo técnico que reduzca a un mínimo el motivo del beneficio personal, la existencia [?] de iniciativa personal, de espíritu emprendedor y de riesgo de forma que coloque en el primer plano la producción colectiva. Tal nivel de la técnica está entrelazado íntimamente con el predominio casi ilimitado [!] de la gran industria en todos [!] los ramos económicos, pero ¿acaso se ha conseguido ya tal resultado? Falta también la condición previa subjetiva, psicológica, el crecimiento de la conciencia de clase del proletariado que, al fin y al cabo, trae consigo la unión espiritual de la mayoría aplastante de las masas populares». «Conocemos -sigue Rozkov- ya ahora ejemplos de asociaciones de producción, como las conocidas fábricas de vidrios francesas en Albi y otras asociaciones de producción agrícola en Francia... Las experiencias francesas mencionadas demuestran más claramente que cualquier otro ejemplo que, incluso en un país tan avanzado como Francia, las condiciones económicas no están suficientemente desarrolladas como para posibilitar un predominio de la cooperación: estas empresas son de un tamaño mediano, su nivel técnico no es más alto que el de las empresas capitalistas corrientes; no marchan a la vanguardia del desarrollo industrial, no lo dirigen, sino que alcanzan sólo un mediano nivel modesto. Sólo cuando las experiencias de algunas asociaciones de producción muestren su papel dirigente en la vida económica, sólo entonces, estaremos cerca de un nuevo sistema social, sólo entonces podremos estar seguros de que existen las condiciones previas necesarias para su realización 22 ».
Aun respetando las buenas intenciones de Rozkov tenemos que confesar con tristeza que incluso en la literatura burguesa rara vez hemos encontrado una mayor confusión sobre las así llamadas condiciones previas del socialismo. Vale la pena intervenir en esta confusión, no por Rozkov sino por el problema en sí.
Rozkov explica que todavía no existe «el nivel de desarrollo técnico que reduzca a un mínimo el motivo del beneficio personal, la existencia [?] de iniciativa personal, de espíritu emprendedor y de riesgo que coloque en primer plano la producción colectiva». Es bastante difícil comprender el sentido de este párrafo. Por lo visto quiere decir Rozkov que, primero, la técnica moderna todavía no ha desplazado, en una medida suficiente, al trabajo humano vivo en la industria; que, segundo, el desplazamiento supone el predominio «casi» ilimitado de grandes empresas en todas las ramas de la economía y, con ello, la proletarización ción «casi» ilimitada de la población entera de un país.
Estas son las dos condiciones previas que se supone han sido «fijadas imperecederamente por Marx».
Intentemos imaginarnos el cuadro de las condiciones capitalistas que encontrará el socialismo según el método de Rozkov «El predominio casi ilimitado de la gran industria en todos los ramos de la economía» significa en las condiciones del capitalismo, como hemos dicho, la proletarización de todos los productores pequeños y medianos en la agricultura y en la industria, es decir la transformación en proletariado de la población total. Pero el predominio ilimitado de la técnica mecánica en estas grandes empresas reduce a un mínimo la necesidad de trabajo vivo y convierte así a la mayoría preponderante de la población del país -ha de pensarse en el 90 %- en un ejército de reserva que vive, a costa del Estado, alojado en un lugar a propósito. Suponemos el 90 %; pero nada nos impide ser lógicos e imaginarnos una situación en la que toda la producción consiste en un único autómata perteneciendo a un único sindicato y necesitando como fuerza de trabajo viva sólo un único orangután amaestrado. Ya se sabe que ésa es la brillante y consecuente teoría de Tugan-Baranovski 23. En estas condiciones, la «producción colectiva» no sólo se colocará «en el primer plano» sino que dominará todo el campo; aún más, al mismo tiempo naturalmente también se organizará el consumo colectivo, pues es obvio que toda la nación, con excepción del restante 10 %, vivirá a expensas públicas. Así vemos aparecer por detrás de Rozkov la cara sonriente y conocida del señor Tugan-Baranovski. Después empieza el socialismo: la población emerge de sus viviendas públicas y expropia al grupo de los expropiadores. Naturalmente, no son necesarias ni la revolución ni la dictadura del proletariado.
La segunda característica económica de la madurez de un país para el socialismo es, según Rozkov, la posibilidad del predominio de la producción cooperativa. Ni siquiera en Francia las fábricas de vidrio cooperativas de Albi rinden más que otras empresas capitalistas. Una producción socialista sólo es posible si las cooperativas están como empresas dirigentes, a la cabeza del desarrollo industrial.
Todas estas consideraciones son retorcidas desde el principio hasta el fin. Las cooperativas no pueden llegar a la cabeza del desarrollo industrial, no porque el desarrollo económico todavía no haya progresado suficientemente, sino porque lo ha hecho demasiado. El desarrollo económico prepara, indudablemente, el terreno para la producción cooperativa, pero ¿para cuál?: para la cooperación capitalista sobre la base del trabajo asalariado; cualquier fábrica nos puede servir como muestra de tal cooperación capitalista. Con el desarrollo técnico aumenta también la importancia de esta cooperación. Pero, ¿cómo podría permitir la evolución del capitalismo que las empresas cooperativas lleguen «a la cabeza de la industria»? ¿En qué basa Rozkov sus esperanzas de que las cooperativas desplacen a los cárteles y a los trusts y se coloquen a la cabeza del desarrollo industrial? Está claro que, en este caso, las cooperativas tendrían que expropiar automáticamente a todas las empresas capitalistas, después de lo cual sólo quedaría reducir la jornada laboral hasta el punto en que todos los ciudadanos tuviesen trabajo, regulando el volumen de producción de las diferentes ramas para evitar las crisis. De esta forma estaría construido, en sus rasgos fundamentales, el socialismo. De nuevo aparece claro que no hay ninguna necesidad de la revolución o de la dictadura del proletariado.
La tercera condición previa es psicológica: haría falta «un crecimiento de la conciencia de clase del proletariado que, al fin y al cabo, trae consigo la unión espiritual de la mayoría aplastante de las masas populares». Por lo visto, ha de entenderse, en este caso, por unión espiritual la consciente solidaridad socialista y esto quiere decir que el general Rozkov considera la unión de la «mayoría aplastante de las masas populares» en las filas de la socialdemocracia como la condición previa psicológica del socialismo. Rozkov cree, por lo visto, que el capitalismo -empujando a los pequeños productores hacia las filas del proletariado y a la masa proletaria hacia las filas del ejército de reserva industrial- dará a la socialdemocracia la oportunidad de unir espiritualmente la mayoría aplastante (¿90 %?) de las masas populares e ilustrarlas.
Realizar esto es igual de imposible, en el mundo de la barbarie capitalista, que el dominio de las cooperativas en el imperio de la competencia capitalista. Claro está que si fuera posible, la «mayoría aplastante de la nación unida en la conciencia y el espíritu, destituida, de una manera natural y sin complicaciones a los pocos magnates capitalistas y organizaría un orden económico socialista sin revolución ni dictadura».
Aquí surge, sin embargo, involuntariamente la siguiente pregunta: Rozkov se considera un discípulo de Marx. Pero Marx, explicando las «condiciones previas imperecederas del socialismo» en su Manifiesto Comunista, consideraba la revolución de 1848 como la antesala inmediata de la revolución socialista. Después de 60 años, naturalmente, no hace falta ser muy sagaz para reconocer que Marx se ha equivocado, puesto que, como sabemos, el mundo capitalista existe todavía. ¿Pero cómo podía equivocarse tanto? ¿No había visto Marx que las grandes empresas todavía no dominaban en todos los ramos industriales? ¿Que las cooperativas de producción aún no estaban en la cabeza de las grandes empresas? ¿Que la mayoría aplastante del pueblo todavía no estaba unida sobre la base de las ideas del Manifiesto Comunista? Si nosotros vemos que todo eso no existe ni siquiera hoy, ¿cómo podía no darse cuenta Marx que en el año 1848 no había nada semejante? ¡Realmente, el Marx de 1848 era, en punto a utopía, un niño de pecho en comparación con muchos actuales autómatas infalibles del marxismo!
Vemos por tanto que Rozkov, aun sin ser uno de los críticos de Marx, suprime totalmente, sin embargo, la revolución proletaria como condición previa necesaria del socialismo. Puesto que Rozkov ha expresado demasiado consecuentemente las opiniones que son compartidas por un número considerable de marxistas de las dos corrientes de nuestro partido, es menester ocuparse de las principales bases metodológicas de sus equívocos.
De paso hay que mencionar que las divagaciones de Rozkov sobre el destino de las cooperativas son de su cosecha personal. Nosotros mismos nunca hemos encontrado un socialista que creyera en un irresistible progreso tan simple de la concentración de la producción y de la proletarización de las masas populares, creyendo, al mismo tiempo, en el papel dirigente de las cooperativas de producción antes de la revolución proletaria. Unir estas dos condiciones es mucho más difícil en el ámbito del desarrollo económico que meramente en la cabeza de uno mismo, aunque incluso esto último nos pareció siempre casi imposible.
Pero tratemos otras dos «condiciones previas», que son prejuicios más difundidos.
El desarrollo técnico, la concentración de la producción y la elevación de la conciencia de las masas, son indudablemente condiciones previas del socialismo. Pero todos estos procesos tienen lugar simultáneamente; no sólo se empujan e impulsan mutuamente sino que también se demoran y limitan recíprocamente. Cada uno de estos procesos, que se realiza en un nivel superior, requiere un desarrollo determinado de otro proceso en un nivel más bajo. Pero el desarrollo completo de cada uno de ellos es imposible una vez que los otros se han desarrollado, a su vez separadamente, por completo.
El desarrollo técnico encuentra indudablemente su valor límite en un único mecanismo robot que extrajese materias primas del seno de la naturaleza y depositase los bienes de consumo terminados ante los pies de los hombres. Si la existencia del capitalismo no estuviese limitada por las relaciones de clase y la lucha revolucionaria resultante de ellas, entonces tendríamos que suponer que la técnica -cuando se hubiese acercado al ideal de un único mecanismo robot, en el marco del sistema capitalista- suprimiría también automáticamente el capitalismo.
La concentración de la producción, resultante de las leyes de la competencia, supone la tendencia interna a proletarizar a la población entera. Si aisláramos esta tendencia, tendríamos quizá un motivo para suponer que el capitalismo llevaría a cabo su obra; pero ello siempre que el proceso de proletarización no se viese interrumpido por un cambio revolucionario, el cual es inevitable -dada la correlación determinada de las fuerzas de clase- mucho antes de que el capitalismo haya convertido a la mayoría de la población en un ejército de reserva recluido en viviendas similares a cárceles.
Prosigamos. La elevación del nivel de conciencia tiene lugar, sin duda, continuamente gracias a la experiencia de la lucha diaria y a los esfuerzos conscientes de los partidos socialistas. Si analizamos este proceso por separado, podemos seguirlo hasta el punto en que la mayoría aplastante del pueblo esté comprendida en organizaciones sindicales y políticas y unida por sentimientos de solidaridad y por la unidad de objetivos. Si este proceso pudiese realmente progresar cuantitativamente sin cambiar cualitativamente, el socialismo podría ser realizado pacíficamente mediante un consciente acto unánime de los ciudadanos del siglo XXI o XXII.
Pero es consustancial a estos procesos, que representan las condiciones previas históricas para el socialismo, que no se lleven a cabo separados unos de otros sino que se obstaculicen mutuamente y que, cuando hayan alcanzado un punto determinado, definido por numerosas circunstancias pero lejos, en todo caso, de su valor límite matemático, se vean afectados por un cambio cualitativo y conduzcan, en su compleja combinación, a lo que nosotros entendemos por revolución socialista.
Quisiéramos empezar con el proceso mencionado en último lugar, el crecimiento del nivel de conciencia. Esto, como sabemos, no acontece en academias donde pudiera concentrarse artificialmente al proletariado durante 50, 100 ó 500 años, sino en plena vida de la sociedad capitalista sobre la base de una lucha de clases incesante. La conciencia creciente del proletariado da una nueva forma a esta lucha de clases, le otorga un carácter más profundo y provoca una reacción correspondiente de la clase dominante. La lucha del proletariado contra la burguesía tiene su propia lógica, que se agudiza más y más y que desembocará en una solución del asunto mucho antes de que las grandes empresas dominen en todas las ramas económicas.
Va de suyo que un crecimiento de la conciencia política se apoya en el incremento numérico del proletariado, de donde la dictadura proletaria supone que la fuerza numérica del proletariado es suficientemente grande como para romper la resistencia de la contrarrevolución burguesa. Pero eso no significa en absoluto que la «mayoría aplastante» de la población tenga que componerse de proletarios y la «mayoría aplastante» del proletariado de socialistas conscientes. En todo caso, está claro que el ejército revolucionario consciente del proletariado tiene que ser más fuerte que el ejército contrarrevolucionario del capital; aquí, las capas intermedias inseguras e indiferentes de la población tienen que estar en una situación tal que permita que el régimen de la dictadura proletaria las arrastre al lado de la revolución y no hacia las filas de sus enemigos. La política del proletariado, naturalmente, tiene que contar conscientemente con esto.
Pero todo eso supone, por su parte, una hegemonía de la industria sobre la agricultura y una preponderancia de la ciudad sobre el campo.
Intentemos estudiar las condiciones previas del socialismo, empezando con las más generales para llegar después a las más complejas:
1. El socialismo no es sólo una cuestión de repartición proporcionada sino también una cuestión de producción planificada. Una producción socialista, es decir producción cooperativa en gran escala, sólo es posible cuando el desarrollo de las fuerzas productivas hayan alcanzado un nivel en el que las grandes empresas trabajen más productivamente que las pequeñas. Cuanto más grande sea la preponderancia de la gran empresa sobre la pequeña, es decir cuanto más desarrollada esté la técnica, tanto mayores tienen que ser las ventajas económicas de la socialización de la producción, tanto más alto debe ser, por consecuencia, el nivel cultural de la población entera al realizarse la distribución proporcionada que se basa en una producción planificada.
La primera condición previa objetiva del socialismo está dada desde hace mucho. Desde que la división del trabajo social condujo a la división del trabajo en la manufactura y, especialmente, desde que ésta ha sido remplazada por la producción mecánica de las fábricas, la gran empresa ha llegado a ser cada vez más lucrativa y esto quiere decir que también una socialización de la gran empresa hará cada vez más rica a la sociedad. Está claro que la transformación de las empresas artesanales en propiedad común de todos los artesanos no hubiese hecho más ricos a éstos, mientras que al transformar las manufacturas en propiedad común de los obreros ocupados en ellas o al traspasar las fábricas a manos de los obreros asalariados, o mejor aún el traspaso de todos los medios de producción de la gran producción fabril a las manos de la población total, se elevaría indudablemente el nivel material de dicha población; y cuanto más alto sea el estado alcanzado por la gran producción, tanto más alto será también este nivel material.
En la literatura socialista se cita con frecuencia la petición de Bellers, miembro de la cámara baja inglesa 24, quien presentó en el parlamento, cien años antes de la conspiración de Babeuf, exactamente en 1696, un proyecto de organización de sociedades cooperativas que pretendían satisfacer, autónomamente, todas sus necesidades. Según los cálculos del inglés, un colectivo de producción debía constar de 200 a 300 personas. No podemos ocuparnos aquí del examen de sus conclusiones finales, y tampoco tienen importancia para nosotros; importante es solamente el hecho de que una tal economía colectivista, incluso aunque emplease sólo 100, 200, 300 6 500 personas, ofrecía ya ventajas de producción a finales del siglo XVII.
A comienzos del siglo XIX trazó Fourier su plan de asociaciones de producción y consumo, los falansteríos, que debían constar de 2 000 a 3 000 personas cada uno. Los cálculos de Fourier no se distinguían precisamente por su exactitud; pero, en todo caso, el desarrollo del sistema manufacturero en aquella época hacía que le pareciesen más apropiados, en una medida incomparablemente mayor, los colectivos económicos que en el caso del ejemplo arriba mencionado. Pero ahora está claro que tanto las asociaciones de John Bellers como los falansterios de Fourier están mucho más cerca de las libres comunas económicas con que sueñan los anarquistas, y cuyo utopismo no consiste generalmente en que sean «imposibles» o «contra la naturaleza» (las comunidades comunistas en América han demostrado que sí son posibles) sino en que cojean de 100 ó 200 años de retraso respecto al progreso en el desarrollo económico.
La evolución de la división social del trabajo, por un lado, y de la producción mecánica, por otro, han hecho que el Estado sea, hoy día, la única cooperativa capaz de aprovechar a gran escala las ventajas de una economía colectivista. Aún más: dentro de las estrechas fronteras del algunos Estados particulares, no encajaría ya la producción socialista.
Atlanticus 25, un socialista alemán que no era de la misma opinión que Marx, calculó a finales del siglo pasado las ventajas económicas de una economía socialista en el marco de Alemania. Atlanticus no se distingue en modo alguno por el vuelo de su imaginación, su razonamiento se mueve completamente dentro del marco de la rutina económica del capitalismo. Se apoya en competentes escritores de la agronomía y de la técnica actuales -y en eso radica no tanto su debilidad como su lado fuerte, puesto que le protege de un optimismo exagerado-. En fin, Atlanticus llega a la conclusión de que en el caso de una organización metódica de la economía socialista, aprovechando todos los medios técnicos disponibles a mediados de los años noventa del siglo XIX, se podrían duplicar o triplicar los ingresos de los obreros y reducir el horario de trabajo a la mitad del actual.
No debe suponerse, desde luego, que Atlanticus fue el primero en demostrar las ventajas económicas del socialismo: la productividad de trabajo infinitamente más alta en las grandes empresas, por un lado, y la necesidad de una planificación de producción, demostrada por las crisis económicas, por el otro, hablan mucho más elocuentemente en favor de las ventajas económicas del socialismo que la contabilidad socialista de Atlanticus. Su mérito consiste únicamente en haber expresado esta ventaja en valores aproximados.
Lo dicho anteriormente justifica la conclusión final de que -si resultase cierto que el crecimiento continuo del poder técnico de los hombres hace el socialismo cada vez más ventajoso están dadas, ya desde hace 100 ó 200 años, las suficientes condiciones previas técnicas para la producción colectivista en tal o cual dimensión, y de que el socialismo es técnicamente ventajoso actualmente, no sólo en un Estado individual sino, en una medida extraordinariamente grande, también a escala internacional.
Pero las ventajas técnicas del socialismo, por sí solas, no son suficientes para realizarlo. Durante los siglos XVIII y XIX, las ventajas de la gran producción no se presentaron bajo una forma socialista sino bajo la capitalista. No se realizaron los proyectos de Bellers ni de Fourier ¿Por qué no? Porque en aquella época no había ninguna fuerza social dispuesta ni capaz de realizar ninguno de los dos.
2. Ahora pasamos, de la condición previa técnica de producción, a la socioeconómica, que es menos general pero más compleja. Si se tratase no de una sociedad de clases antagonistas sino de una comunidad homogénea que elige conscientemente su sistema económico, ya bastarían ampliamente los cálculos de Atlanticus para empezar la construcción socialista. Atlanticus, socialista de una especie muy vulgar, opina justamente eso en su trabajo.
Tal teoría podría aplicarse actualmente, sin embargo, sólo dentro de los límites de la economía privada de una persona o de una sociedad anónima. Siempre se puede partir del principio de que un proyecto de reforma económica (introducción de nuevas máquinas, de nuevas materias primas, de nuevos reglamento de trabajo y sistema de remuneración) es aceptado únicamente cuando este proyecto de reforma trae consigo ventajas comerciales indudables. Pero eso por sí solo no es suficiente, ya que aquí se trata de la economía de la sociedad entera. Aquí luchan intereses antagónicos; lo que para unos es ventajoso perjudica a otros. Y el egoísmo de una clase no sólo actúa contra el egoísmo de otra sino también en contra de los intereses de la totalidad. Para la realización del socialismo es necesario, por consiguiente, que, entre las clases antagónicas de la sociedad capitalista, haya una fuerza social suficientemente interesada en razón de su situación objetiva en la realización del socialismo y suficientemente poderosa para llevarla a cabo después de superar los intereses hostiles y la resistencia.
Uno de los méritos fundamentales del socialismo científico consiste en haber descubierto teóricamente tal fuerza social en el proletariado, y en haber mostrado que esta clase, creciendo forzosamente con el capitalismo, puede encontrar su salvación sólo en el socialismo; que la situación total la empuja hacia el socialismo y que, finalmente, la doctrina del socialismo tendrá que hacerse necesaria para la ideología del proletariado en la sociedad capitalista.
Así puede fácilmente verse el gran paso atrás que significa Atlanticus en comparación con el marxismo cuando afirma que -desde el momento en que se pueda demostrar que «por el traspaso de los medios de producción a manos del Estado no sólo se consigue una prosperidad general sino que, además, podrá ser reducida la jornada de trabajo resultará completamente accesorio el que se confirme o no se confirme la teoría de la concentración del capital o la de la desaparición de clases sociales intermedias»...
Una vez que sean demostradas las ventajas del socialismo -opina Atlanticus- es «inútil poner todas las esperanzas en el fetiche del desarrollo económico; en cambio, deberían emprenderse investigaciones extensas y llegar a una amplia y escrupulosa preparación del paso de la producción privada a la estatal o «colectiva» (!) 26.
Cuando Atlanticus ataca las tácticas puramente oposicionistas de la socialdemocracia y recomienda «proceder» en seguida a los preparativos para la transformación socialista, olvida que la socialdemocracia carece todavía del poder necesario para ello y que Guillermo II, Bülow y la mayoría del Reichstag, a pesar de tener el poder en sus manos, no tienen ni la menor intención de introducir el socialismo. El proyecto socialista de Atlanticus convence a los Hohenzollern tan poco como los planes de Fourier convencieron a los Borbones de la Restauración; la única diferencia es que este último basaba su utopismo político en una fantasía apasionada en el terreno de las creaciones económicas mientras que Atlanticus se apoyaba, en su utopismo político no menos grande, en una contabilidad convincente y filisteo-sensata.
¿Cómo tiene que ser el nivel de diferenciación social para que esté dada la segunda condición previa? En otras palabras: ¿Hasta dónde necesita llegar la fuerza numérica absoluta y relativa del proletariado? ¿Debernos contar con la mitad, con los dos tercios o con los nueve décimos de la población?
Intentar determinar el marco puramente aritmético de esta segunda condición previa del socialismo sería una empresa desesperante. Aceptando no obstante este esquematismo, surgiría antes que nada la pregunta de a quién ha de contarse entre el proletariado. ¿Debemos incluir en el cálculo a las amplias capas de semiproletarios y semicampesinos? ¿Debemos contabilizar el ejército de reserva de los proletarios urbanos quienes, por un lado, amalgaman con el proletariado parásito de mendigos y ladrones y, por el otro, pueblan las calles de las ciudades en calidad de comerciantes al por menor, desempeñando pues un papel parásito respecto a la economía total? Esta cuestión no es nada simple.
La importancia del proletariado se deriva principalmente de su papel en la gran producción. La burguesa se apoya, en su lucha por el dominio político, sobre su poder económico. Antes de conseguir hacerse con la autoridad pública, concentra en sus manos los medios de producción del país; esto determina también su específico peso social. El proletariado, en cambio, a pesar de todas las fantasmagorías cooperativas, estará apartado, hasta el momento de la revolución socialista, de los medios de producción. Su poder social resulta del hecho de que los medios de producción, encontrándose en manos de la burguesía, sólo pueden ser puestos en movimiento por él, por el proletariado. Desde el punto de vista burgués, el proletariado es pues también uno de los medios de producción que, junto con los otros, forma un todo, un mecanismo unitario; pero el proletariado es la única parte no automática de este mecanismo y, pese a todos esfuerzos, no puede ser reducido a estado de automatismo. Esta posición le da al proletariado la posibilidad de impedir, según su voluntad parcial o totalmente (huelga general o parcial), el funcionamiento de la economía social.
De ello resulta que la importancia del proletariado --en igualdad de circunstancias en cuanto a fuerza numérica-- es tanto más grande cuanto mayor es la masa de fuerzas productivas que pone en movimiento: el proletario de una gran fábrica -en igualdad de circunstancias- tiene una importancia social mayor que un artesano, y un proletario urbano la tiene mayor que un proletario del campo. En otras palabras: el papel político del proletariado es tanto más importante cuanto más domina la gran producción sobre la pequeña, la industria sobre la agricultura y la ciudad sobre el campo.
Si analizamos la historia de Alemania o de Inglaterra en el periodo en el que el proletariado de estos países formaba una parte de la población igual de grande que el proletariado de la Rusia actual, podemos observar que aquél no desempeñaba el papel que corresponde actualmente a la clase obrera rusa, ni podía tampoco hacerlo, dada su significación objetiva.
Lo mismo vale, como hemos visto, para las ciudades. Cuando la población urbana en Alemania era sólo de un 15 % -como ahora en Rusia- las ciudades alemanas no desempeñaban un papel político y económico en la vida del país equivalente al de las ciudades rusas de hoy en día. La concentración en las ciudades de grandes establecimientos industriales y comerciales, y la estrecha vinculación con las provincias mediante los ferrocarriles, confiere a nuestras ciudades una importancia mucho más grande de lo que les correspondería por su cifra de población; el crecimiento de su importancia supera con mucho su incremento de población, al tiempo que el crecimiento de población en las ciudades, por otra parte, es más grande que el aumento natural de la población total... En 1848, en Italia el número de artesanos -no sólo de proletarios sino también de maestros- era aproximadamente un 15 % de la población, es decir no menos que la proporción de artesanos y proletarios en la Rusia actual. Pero el papel que desempeñaron fue incomparablemente inferior al del proletariado industrial de Rusia en la actualidad.
Todo esto demuestra claramente que el intento de predeterminar la proporción de la población total que debe formar parte del proletariado en el momento de la conquista del poder político es un trabajo infructuoso. En lugar de ello citaremos algunos datos aproximados para mostrar qué parte de la población forma actualmente el proletariado en los países avanzados.
En el año 1895 en Alemania correspondían, de la cifra total de población activa de 20,5 millones (no comprendidos el ejército, los funcionarios estatales y personas de ocupación indeterminada), 12,5 millones al proletariado (obreros asalariados en la agricultura, la industria y el comercio y domésticos); la auténtica cifra de obreros agrícolas e industriales era de 10,75 millones. En lo que se refiere a los restantes 8 millones, muchos son también, en principio, proletarios (obreros de la industria doméstica, miembros de la familia que trabajan, etc.). En la agricultura, sólo el número de obreros asalariados era de 5,75 millones. La población total agrícola era aproximadamente el 36 % de la población total. Repetimos que estos números valen para el año 1895. En los últimos once años han ocurrido indudablemente unos cambios inmensos, yendo generalmente en una dirección: ha aumentado la cifra de población urbana en relación con la agrícola (en 1882, la población agrícola era el 42 %), la cifra del proletariado total en relación con la población total y la cifra del proletariado industrial en relación con el proletariado del campo; finalmente, corresponde hoy a cada obrero industrial más capital productivo que en 1895. Pero incluso las cifras mencionadas para 1895 muestran cómo el proletariado alemán representa ya desde hace mucho la fuerza dominante en la producción del país.
Bélgica, con su población de 7 millones, es un país industrial puro. De 100 personas que tienen alguna ocupación, 41 trabajan en la industria (en sentido estricto), y sólo 21 trabajan en la agricultura. De más de 3 millones de asalariados, aproximadamente 1,8 millón -lo que hace aproximadamente el 60 %- corresponden al proletariado. Estas cifras serían mucho más explicativas si añadiésemos al proletariado estrictamente diferenciado los elementos sociales que le son semejantes, a saber, los productores sólo formalmente «independientes», que en realidad están esclavizados por el capital, los pequeños funcionarios, los soldados, ete.
Pero es Inglaterra quien ocupa el primer plano desde el punto de, vista de la industrialización de la economía y de la proletarización de la población. En el año 1901, la cifra de los ocupados en la agricultura, la pesca y la silvicultura era de 2,3 millones, mientras que en la industria, en el comercio y el transporte estaban ocupadas 12,5 millones de personas.
De lo que resulta que en los países europeos más importantes la población urbana supera numéricamente a la del campo. Pero el predominio de la población urbana no se debe sólo a la cantidad de potencia productiva que representa sino, en una medida más elevada, a su composición cualitativa personal. La ciudad atrae a los elementos más enérgicos, a los más capaces e inteligentes de la población rural. Es difícil demostrarlo estadísticamente, si bien una comparación de grupos de edades entre la población urbana y la del campo puede valer como prueba indirecta; este hecho tiene su propia significación. Así en el año 1896 se contaban en Alemania 8 millones de ocupados en la agricultura y 8 millones de ocupados en la industria. Pero si se divide la población en grupos de edades, entonces resulta que la agricultura tenía un millón de personas entre 14 y 40 años -los que están en plena posesión de sus energías físicas- menos que la industria. Eso muestra que son principalmente «los viejos y los niños» los que se quedan en el campo.
De todo ello podemos sacar la conclusión de que la evolución económica -el crecimiento de la industria, el crecimiento de las grandes empresas, el crecimiento de las ciudades, el crecimiento del proletariado en general y del proletariado industrial en particular- ha preparado ya la escena no sólo para la lucha del proletariado por el poder político sino también para su conquista.
3. Ahora trataremos de la tercera condición previa del socialismo, la dictadura del proletariado.
La política es el terreno donde las condiciones objetivas previas se entremezclan con las subjetivas y donde ambas se interinfluencian. En condiciones técnicas y socioeconómicas determinadas, una clase se fija conscientemente el objetivo determinado de conquistar el poder, concentra sus fuerzas, calcula la fuerza de su adversario y decide en consecuencia.
Pero tampoco en este terreno el proletariado es absolutamente independiente; junto a elementos subjetivos, --conciencia, disposición e iniciativa-- cuya evolución tiene también su propia lógica, el proletariado en su política se enfrenta con una serie de elementos objetivos: la política de las clases dominantes, las instituciones estatales existentes (el ejército, la enseñanza clasista, la Iglesia estatal), las relaciones internacionales, etc.
Primero trataremos el elemento subjetivo: la disposición del proletariado respecto a la transformación socialista.
Indudablemente, no es suficiente que el nivel técnico haya hecho ventajosa una economía socialista desde el punto de vista de la productividad del trabajo colectivo; ni tampoco basta con que la diferenciación social, sobre la base de esta técnica, haya creado un proletariado que represente, por su significado numérico y económico, la clase más importante e interesada por razones objetivas en el socialismo. Por encima de todo esto, es necesario que esta clase sea consciente de su interés objetivo. Es menester que comprenda que para ella no hay otra salida que el socialismo; es necesario que se una en un ejército suficientemente fuerte como para conquistar en lucha abierta el poder político.
En las condiciones que se dan hoy en día sería absurdo negar esta afirmación. Sólo los viejos blanquistas podían poner sus esperanzas en la iniciativa salvadora de las organizaciones conspiradoras que se habían formado sin contacto con las masas; o bien los anarquistas -sus antípodas-, que confían en un impulso espontáneo de las masas sin saber dónde conducirá; la socialdemocracia entiende por conquista del poder una acción consciente de la clase revolucionaria.
Ahora bien, muchos ideólogos socialistas (ideólogos en el sentido negativo, o sea, los que lo revuelven todo) hablan de la preparación del proletariado para el socialismo en el sentido de su transformación moral. El proletariado y «la humanidad» en general necesitarían ante todo perder su vieja naturaleza egoísta; en la vida social deberían predominar los impulsos del altruismo, etc. ... Como estamos muy lejos de semejante estado y como la «naturaleza humana» sólo ha de cambiar lentísimamente, el advenimiento del socialismo se ha alejado por algunos siglos. Tal concepto parece muy realista y evolucionista, etc. ... Pero en realidad se basa en consideraciones moralistas triviales.
Es de suponer que la psicología socialista tiene que existir antes del socialismo; en otras palabras, que es posible inculcar a las masas una sicología socialista sobre la base de las condiciones capitalistas. Aquí no se debe confundir el aspirar conscientemente al socialismo con la psicología socialista. Esta última supone la ausencia de motivos egoístas en la esfera de la vida económica, mientras que la aspiración y la lucha por el socialismo nacen de la psicología de clase del proletariado. Por muchos puntos de contacto que haya entre la psicología de clase del proletariado y la psicología socialista de una sociedad sin clases, un abismo profundo las separa.
La lucha común contra la explotación hace brotar en el alma obrera indicios preciosos de idealismo, de camaradería solidaria y de espíritu de sacrificio desinteresado pero, al mismo tiempo, la lucha por la existencia individual, el espectro de la miseria, la diferenciación dentro del mismo estamento obrero, la presión de las masas ignorantes desde abajo y la actividad corrompida de los partidos burgueses, impiden el despliegue completo de estos indicios preciosos.
Sin embargo, lo esencial del asunto es que el obrero medio -aun cuando pueda seguir siendo egoísta y pequeño burgués, sin sobrepasar en su calidad «humana» a los representantes medios de las clases burguesas- se convence por la experiencia de la vida de que sus deseos más simples y sus necesidades más naturales sólo pueden satisfacerse sobre las ruinas del sistema capitalista.
Los idealistas se imaginan a la futura generación que será digna del socialismo de la misma manera que los cristianos se imaginan a los miembros de las primeras comunidades cristianas.
Como quiera que haya sido la psicología de los primeros prosélitos del cristianismo -sabemos por la historia de los apóstoles que se daban casos de ocultación de propiedades privadas ante la comunidad- en todo caso, al extenderse, el cristianismo fracasó no ya respecto a la transformación del modo de pensar del pueblo sino que, incluso, degenerando él mismo, haciéndose mercantilista burócrata, evolucionó de la mutua enseñanza fraternal al papismo y de la orden mendicante al parasitismo monástico; en una palabra: no logró someter a las condiciones sociales del medio dentro del cual se desarrollaba, sino que fue sometido por aquél. Y esto no ocurrió como consecuencia de la torpeza o del egoísmo de los padres y maestros del cristianismo sino como consecuencia de las leyes irrefutables de la dependencia de la sicología humana respecto de las condiciones del trabajo social y de la vida social. Y esta dependencia la mostraban incluso los propios padres y maestros del cristianismo en sus mismas personas.
Si el socialismo tan sólo se hubiese propuesto crear una nueva naturaleza humana dentro del marco de la vieja sociedad, no sería más que una nueva edición de las utopías moralistas. El socialismo no se propone la tarea de desarrollar una psicología socialista como condición previa del socialismo, sino la de crear condiciones de vida socialistas como condición previa de una psicología socialista.
8.
El gobierno obrero en Rusia y el socialismo
Hemos demostrado anteriormente que las condiciones objetivas previas de una revolución socialista han sido ya creadas por el desarrollo económico de los países capitalistas avanzados. ¿Pero qué podemos decir a este respecto sobre Rusia? ¿Podemos esperar que el paso del poder a manos del proletariado ruso sea el comienzo de una adaptación de nuestra economía nacional a los principios socialistas?
Hace un año respondíamos a esta pregunta en un artículo que se vio sometido a un violento fuego cruzado procedente de las dos fracciones de nuestro partido:
«Los obreros parisienses -dice Marx 27 no esperaban que su comuna obrase milagros. Tampoco hoy debemos esperar milagros políticos de la dictadura del proletariado. El poder político no es todopoderoso. Sería absurdo suponer que el proletariado, una vez llegado al poder, podrá, con ayuda de algunos decretos, reemplazar al capitalismo por el socialismo. Un sistema económico no es el producto de la actividad del Estado. El proletariado únicamente puede utilizar el poder político con toda su energía con el fin de facilitar y abreviar el camino de la evolución económica hacia el colectivismo.
»El proletariado comenzará con las reformas que figuran en el llamado programa mínimo y, partiendo de ahí, la lógica de su situación le obligará a pasar a la práctica colectivista.
»Será relativamente fácil la introducción de la jornada laboral de ocho horas y del impuesto progresivo sobre la renta, aunque tampoco en este caso el centro de gravedad radica en la promulgación de un "acta" sino en la organización de su realización práctica. La dificultad principal, sin embargo, será -¡he aquí el paso al colectivismo!- la organización de la producción a base de una gestión colectiva de las fábricas y las empresas que sean cerradas por sus propietarios como protesta contra este decreto.
»También será una tarea relativamente fácil la de promulgar una ley sobre la abolición de los derechos sucesorios y la de realizar esta ley en la práctica; herencias en forma de dinero no perjudicarán grandemente al proletariado ni obstaculizarán su orden económico. Pero, en cambio, la apropiación de las herencias de tierras e industrias significará para el Estado obrero la organización de la economía sobre la base de la gestión colectiva.
»Lo mismo vale, en una medida aún mayor, para la expropiación, poco importa que se efectúe con indemnización o sin ella. La expropiación con indemnización ofrece ventajas políticas pero entraña dificultades financieras, mientras que una expropiación sin indemnización implica ventajas financieras pero también inconvenientes políticos. Pero más grandes que estas o aquellas dificultades serán las que planteen los problemas económicos y de organización.
»Repetimos: el gobierno del proletariado no es un gobierno que pueda hacer milagros.
»La socialización de la producción comienza con las industrias que presentan menos dificultades. La producción socializada, en su primera fase, aparecerá bajo la forma de unos pocos oasis entrelazados con las empresas privadas dentro del marco de las leyes de la circulación de mercancías. Cuanto más amplio sea el campo comprendido por la economía socializada, tanto más obvias serán sus ventajas, tanto más seguro se sentirá el nuevo régimen político y tanto más audaces serán las siguientes medidas económicas del proletariado. Al tomar estas medidas, no solamente se apoyará en las fuerzas productivas nacionales sino también en la técnica internacional, lo mismo que en su política revolucionaria no se apoya exclusivamente en las experiencias de las condiciones de clase nacionales sino también en toda la experiencia histórica del proletariado internacional».
La dominación política del proletariado es incompatible con su esclavización económica. Poco importa la bandera política bajo la cual el proletariado haya llegado al poder: estará obligado a proseguir una política socialista. Hay que, considerar como la mayor utopía la idea de que el proletariado -después de haberse elevado, mediante la mecánica interna de la revolución burguesa, a las alturas de la dominación estatal- puede, ni siquiera aunque así lo desease, limitar su misión a la creación de condiciones republicano-democráticas para el dominio social de la burguesía. Incluso una pasajera dominación política del proletariado debilitará la resistencia del capital, el cual necesita siempre del apoyo del poder político, y otorgará unas dimensiones grandiosas a la lucha económica del proletariado. Los obreros no pueden por menos de pedir del poder revolucionario el apoyo para los huelguistas; y el gobierno, apoyándose en los obreros, no puede negar esta ayuda. Pero esto significa ya paralizar la influencia del ejército de reserva del trabajo y es equivalente al dominio de los obreros, no sólo en el terreno político sino también en el económico, y convierte la propiedad privada de los medios de producción en una ficción. Estas inevitables consecuencias socioeconómicas de la dictadura del proletariado surgirán muy pronto, mucho antes de que la democratización del orden político esté terminada. La barrera entre el programa «mínimo» y el «máximo» desaparece en cuanto el proletariado obtiene el poder.
El régimen proletario tiene que acometer ya desde el principio la solución de la cuestión agraria, con la cual está conectado el destino de grandes masas de la población rusa. El proletariado, al resolver este problema ---como también todos los demás- se guiará por el anhelo más importante de su política económica, a saber, posesionarse de un ámbito lo más grande posible para la organización de la economía socialista. En la cuestión agraria, las formas y la marcha de esta política tienen que ser determinadas, de un lado, por los recursos materiales que estén a disposición del proletariado y, del otro lado, por la necesidad de tomar sus medidas de tal manera que los aliados potenciales no se sientan empujados hacia las filas de los contrarrevolucionarios.
La cuestión agraria, es decir la cuestión del destino de la agricultura y sus relaciones sociales, no se agota naturalmente con la cuestión de la tierra, es decir, la cuestión de las formas de propiedad de la tierra. La respuesta que se dé al problema agrario predeterminará, quizá no la marcha del desarrollo de la agricultura, pero sí al menos la política agraria del proletariado; en otras palabras: el destino que el régimen proletario adjudique a la tierra estará estrechamente vinculado a la relación general del régimen proletario con el transcurso y las exigencias del desarrollo agrícola. Por este motivo la cuestión de la tierra ocupa el primer lugar.
Una de las soluciones a la cuestión de la tierra, que los social-revolucionarios han popularizado tan laudatoriamente, es la socialización del país entero; ésta es una noción que, liberada de su maquillaje europeo, no significa otra cosa que el Reparto Negro 28. El programa de la repartición igualitaria supone, pues, la expropiación de todas las tierras, no sólo de las tierras privadas en general, no sólo de las tierras privadas de campesinos sino incluso de las tierras comunales. Si consideramos esta expropiación como uno de los primeros pasos del nuevo régimen, todavía bajo la dominación absoluta de las condiciones del capitalismo mercantil, entonces vemos que las primeras «víctimas» de esta expropiación serían los campesinos o, por lo menos, ellos se sentirían como tales. Si tenemos en cuenta que el campesino pagó, durante décadas, las sumas de redención que debían convertirle en propietario de su tierra 29; si tomamos en consideración que algunos campesinos acomodados han adquirido un inmenso terreno como propiedad privada indudablemente con grandes sacrificios, incluso en la generación actual, entonces podemos fácilmente imaginarnos cuán grande sería la resistencia contra el intento de declarar propiedad del Estado las tierras comunales y las pequeñas parcelas privadas. Si el nuevo régimen actuase de este modo, empezaría a enfrentarse contra enormes masas campesinas.
¿Para qué deberían pasar a ser propiedad del Estado las tierras comunales y las pequeñas propiedades privadas de tierra? Para ponerlas a disposición, de una u otra manera, de la explotación económica «igualitaria» por todos los campesinos, incluidas las capas actualmente carentes de tierras y los obreros agrícolas. El nuevo régimen, por lo tanto, económicamente no ganaría nada con la expropiación de las pequeñas propiedades y de las tierras comunales, puesto que, después de la nueva repartición las tierras estatales o públicas pasarían al cultivo económico privado. Y políticamente cometería el nuevo régimen un grave error ya que pondría a las masas campesinas en oposición con el proletariado urbano como líder de la política revolucionaria.
La partición igualitaria supone además que estará prohibida por parte del legislador la ocupación de trabajo asalariado. La abolición del trabajo asalariado puede y tiene que ser una consecuencia de las reformas económicas, pero no puede ser llevada a cabo previamente mediante prohibiciones jurídicas. No basta con prohibir al agricultor capitalista que ocupe obreros asalariados; hay que buscar antes la posibilidad de asegurar la subsistencia al campesino carente de tierras y hay que hacerle posible una existencia racional desde el punto de vista de la economía total. Por lo demás, el programa de la explotación igualitaria del suelo que prohíbe el trabajo asalariado significa, por un lado, que se obliga a los que no tienen tierras a establecerse en minúsculas parcelas y, por el otro lado, se obliga al Estado a equiparles con el utillaje necesario para su producción, socialmente irracional.
Se sobrentiende que la intervención del proletariado en la organización de la agricultura no puede comenzar por atar a algunos obreros dispersos a pedacitos dispersos de tierra, sino por explotar grandes terrenos sobra la base de una gestión estatal o comunal.
Sólo cuando la producción socializada esté ya en pie, podrá impulsarse el proceso de socialización mediante la prohibición del trabajo asalariado. Esto hará imposible la existencia de la pequeña agricultura capitalista dejando, sin embargo, espacio suficiente a las empresas agrícolas que se autoabastecen parcial o enteramente; la expropiación de éstas no encaja de ningún modo dentro de los planes del proletariado socialista.
El proletariado no puede, en ningún caso, elegir como pauta un programa de «repartición igualitaria» que, por una parte, suponga una expropiación sin finalidad, puramente formal, de los pequeños propietarios y, por otra parte, exija la completa atomización de las grandes fincas rurales en pequeños trozos. Esta política, desde el punto de vista económico claramente derrochadora, solamente podría partir de una reticencia utópico-reaccionaria y más que otra cosa debilitaría políticamente al partido revolucionario.
¿Pero hasta dónde puede llegar la política socialista de la clase obrera en las condiciones económicas de Rusia? Una cosa podemos decir con toda seguridad: que tropezará mucho antes con obstáculos políticos que con el atraso técnico del país. La clase obrera rusa no podría mantenerse en el poder ni convertir su dominio temporal en una dictadura socialista permanente sin el apoyo estatal directo que le prestase el proletario europeo. De esto no puede dudarse ni por un momento. Y por otro lado, tampoco puede dudarse de que una revolución socialista en occidente nos permitiría convertir directamente el dominio temporal de la clase obrera en una dictadura socialista.
Kautsky escribió en el año 1904, cuando trataba sobre las perspectivas del desarrollo social y cuando analizaba la posibilidad de una revolución cercana en Rusia: «En Rusia, la revolución no podría conducir inmediatamente a un régimen socialista; para ello, las condiciones económicas del país no están, ni mucho menos, suficientemente maduras». Pero la revolución rusa tiene que dar un fuerte empujón al movimiento proletario en el resto de Europa y, como consecuencia de la lucha renaciente, el proletariado podría obtener una posición dominante en Alemania. «Tal acontecer --continúa Kautsky- tiene que tener influencia en toda Europa, pues debe conducir a la dominación política del proletariado en Europa occidental y dar al proletariado de Europa oriental la posibilidad de abreviar las etapas de su desarrollo e, imitando el ejemplo alemán, construir artificialmente instituciones socialistas. La sociedad como totalidad no puede saltar artificialmente ningún estadio de su desarrollo; en cambio, a algunas de sus partes constitutivas les es posible acelerar su atrasado desarrollo, siguiendo el ejemplo de países más avanzados, y colocarse, gracias a ello, en un estadio más alto, ya que no están cargadas con un lastre de tradiciones como las que pesan sobre los viejos países...
»Esto puede ocurrir -sigue Kautsky-, pero con ello nos salimos, como ya hemos mencionado, del terreno de la necesidad y entramos en el de la posibilidad, por lo cual las cosas pueden desarrollarse de una manera completamente distinta 30».
El teórico de la socialdemocracia alemana escribió estas líneas en una época en la cual era para él todavía incierto si la revolución habría de estallar primeramente en Rusia o en occidente.
Más tarde, el proletariado ruso mostró una fuerza que tampoco los socialdemócratas rusos, ni siquiera en su tendencia más optimista, se habían esperado en una medida tan extraordinaria. El transcurso de la revolución rusa estaba decidido en sus rasgos esenciales. Lo que fue o pareció hace dos o tres años una posibilidad ha llegado a ser probabilidad y todo denota que esta probabilidad está dispuesta a convertirse en necesidad.
Europa y la revolución
En junio de 1905 escribíamos: «Desde el año 1848 ha pasado más de medio siglo. Medio siglo de continuas conquistas del capitalismo en todo el mundo. Medio siglo de mutua adaptación «orgánica» de las fuerzas de la reacción burguesa y la feudal. ¡Medio siglo, en cuyo transcurso la burguesía ha mostrado su demencial dominación y su disposición a luchar ciegamente para conservarla! Al igual que un mecánico a la búsqueda del perpetuum mobile obsesionado por su fantasía, tropieza cada vez con nuevos obstáculos y superpone un mecanismo tras otro con el fin de superarlos, de la misma manera la burguesía ha cambiado y modificado su aparato de dominación, evitando el conflicto "ilegal" con las fuerzas que le son hostiles. Pero al igual que nuestro mecánico tropieza finalmente con un último obstáculo insuperable, la ley de conservación de energía, también la burguesía tiene que tropezar con una última barrera inexorable: el antagonismo de clases que se descarga inevitablemente en el conflicto.
»El capitalismo, al imponer a todos los países su modo de economía y de comercio, ha convertido al mundo entero en un único organismo económico y político. Así como el crédito moderno ha conectado a miles de empresarios a través de un lazo invisible, y permite al capital una movilidad sorprendente evitando muchas pequeñas bancarrotas privadas, pero acrecentando con ello, al mismo tiempo, las crisis económicas generales en unas dimensiones inauditas, así también todo el trabajo económico y político del capitalismo, su comercio internacional, su sistema de monstruosas deudas públicas y las agrupaciones políticas de naciones que incluyen a todas las fuerzas de la reacción en una especie de sociedad anónima internacional, no sólo ha contrarrestado por un lado todas las crisis políticas individuales sino que también, por otro lado, ha preparado el terreno para una crisis social de dimensiones fabulosas. La burguesía, al haber camuflado todos los síntomas de la enfermedad, al eludir todas las dificultades, al poner a un lado todas las cuestiones fundamentales de la política interior y exterior, ha aplazado su solución preparando con ello, al mismo tiempo, el camino para una liquidación radical de su dominio en una escala internacional. La burguesía se ha aferrado ávidamente a cualquier poder reaccionario sin preguntarse por su procedencia. El papa y el sultán no fueron los últimos de entre sus amigos. El no haber sellado lazos "amistosos" con el emperador de China tiene su razón de ser en el hecho de que éste no representaba ninguna fuerza: para la burguesía era mucho más ventajoso saquear sus propiedades que tenerle a su servicio como inspector máximo y pagarle de su propio bolsillo. Por tanto, la burguesía internacional ha puesto la estabilidad inherente a su sistema estatal en una posición de dependencia profunda respecto a la inestabilidad que es inherente a los baluartes de la reacción preburguesa.
»Ello da, desde el principio, a los acontecimientos en curso de desarrollo, un carácter internacional y abre una gran perspectiva: la tarea de emancipación política que dirige la clase obrera rusa la eleva a ella misma a una altura hasta hoy desconocida en historia, coloca en sus manos fuerzas y medios colosales y lo posibilita por primera vez para comenzar con la destrucción a escala internacional del capitalismo, para lo cual la historia ha creado todas las condiciones objetivas previas 31 ».
Si el proletariado ruso, habiendo conseguido temporalmente el poder, no traslada por propia iniciativa la revolución a Europa, entonces la reacción feudal burguesa europea le obligará a hacerlo.
Naturalmente, sería absurdo determinar ahora de antemano los caminos por los cuales la revolución rusa se extenderá sobre la vieja Europa capitalista: estos caminos podrían aparecer más tarde completamente inviables. Traemos aquí, más para ilustrar la idea que en el sentido de una profecía, a Polonia como vínculo entre el oriente revolucionario y el occidente revolucionario. El triunfo de la revolución en Rusia significa forzosamente también la victoria de la revolución en Polonia. Es fácil imaginarse que un régimen revolucionario sobre los diez gobiernos polacos anexionados por Rusia tenga que desembocar en una sublevación de Galitzia y de Posen. A esto los gobiernos de los Hohenzollern y de los Habsburgo responderían con una concentración de fuerzas militares en la frontera polaca para luego cruzarla y destrozar al enemigo en su centro, en Varsovia. Está completamente claro que la revolución rusa no puede abandonar su vanguardia occidental en manos de los mercenarios austriaco-prusianos. La guerra contra los gobiernos de Guillermo II y de Francisco José representa, en estas condiciones, para el gobierno revolucionario de Rusia una necesidad. ¿Qué posiciones adoptarían el proletariado alemán y el austriaco? Es obvio que no pueden mirar indiferentemente cómo llevan a cabo sus ejércitos nacionales una cruzada contrarrevolucionaría. La guerra de una Alemania feudal burguesa contra una Rusia revolucionaria significa absolutamente la revolución proletaria en Alemania. A quien esta afirmación le parezca demasiado categórica le recomendamos que se imagine otro acontecimiento histórico en cuyo caso la probabilidad de una prueba de fuerzas abierta entre los obreros y los reaccionarios alemanes sería más grande.
Cuando nuestro ministerio de octubre32 proclamó inesperadamente la ley marcial en Polonia, se extendió el rumor muy plausible de que esto había ocurrido bajo la instigación de Berlín. En la víspera de la disolución de la Duma33, el periódico gubernamental informaba, en forma de amenaza, sobre negociaciones que habían tenido lugar entre los gobiernos de Berlín y de Viena con vistas a una intervención armada en los asuntos interiores de Rusia para acabar con la agitación. Ningún mentís ministerial pudo disipar el efecto turbador de esta noticia. Estaba claro que se preparaba, en las cortes de los tres Estados vecinos un sangriento tribunal contrarrevolucionario para castigar con mano de hierro. ¡Como si hubiese podido pasar de otra forma! ¿Podían observar pasivamente las monarquías semifeudales vecinas cómo las llamas de la revolución alumbraban en las fronteras de sus propiedades?
Aunque la revolución rusa estaba aún lejos de su victoria, ya había tenido efecto, vía Polonia, sobre Galitzia. «¿Quién hubiera previsto hace un año», exclamó Daszinski, en mayo de este año, en la conferencia de la socialdemocracia polaca en Lemberg, lo que ocurre ahora en Galitzia? Henos aquí con un gran movimiento campesino que ha motivado asombro en toda Austria. Zbaraz elige a un socialdemócrata como vicemariscal del Consejo regional. Los campesinos editan un periódico socialista revolucionario y lo llaman Bandera Roja; grandes manifestaciones de masas en las cuales participan 30 000 campesinos; desfiles con banderas rojas y canciones revolucionarias, en los pueblos de Galitzia, anteriormente tan tranquilos y apáticos... ¿Qué pasará cuando el clamor de la nacionalización del suelo les llegue desde Rusia a estos campesinos depauperados?»
Kautsky señaló, en sus discusiones con el socialista polaco Lusnia hace más de dos años, que Rusia no debería ser considerada por más tiempo como un tronco colocado sobre las piernas de Polonia ni que Polonia era la cabeza de la vanguardia oriental de la Europa revolucionaria que hubiese invadido las estepas de la barbarie moscovita. En el caso de la continuación y de la victoria de la revolución rusa -según lo dicho por Kautsky- «la cuestión polaca se hará de nuevo crítica pero no en el sentido de Lusnia; Polonia enseñará los dientes, no contra Rusia sino contra Austria y Alemania; y, si es que llega a servir a la causa de la revolución, su tarea no será la de defender la revolución contra Rusia sino la de traerla desde Rusia a Austria y Alemania». Ahora esta predicción está mucho más cerca de la realidad de lo que pudiera pensar el propio Kautsky.
Pero una Polonia revolucionaria no es, de ningún modo, el único punto de salida posible para la revolución europea. Hemos señalado más arriba que, ya desde hace décadas, la burguesía ha eludido sistemáticamente la solución de muchos problemas complejos y urgentes, no sólo en política interior sino también en la exterior. Aunque los gobiernos burgueses han puesto sobre las armas enormes cantidades de hombres, les falta la fuerza para determinarse a solucionar con la espada las complicadas cuestiones de la política internacional. Sólo un gobierno apoyado por una nación cuyos intereses vitales están amenazados, o bien un gobierno que ha perdido el suelo bajo sus pies y que se siente impulsado por el valor de la desesperación, puede mandar a morir a centenares de miles de hombres. En las actuales condiciones del desarrollo político y de la técnica militar, del sufragio universal y del servicio militar obligatorio, sólo una confianza profunda por parte de la nación o un loco arrebato de cólera puede hacer que dos naciones entren en conflicto. En la guerra franco-prusiana de 1870 vemos, por un lado, a Bismarck, luchando por la prusianización, es decir, por la unificación de Alemania -una necesidad elemental que sentía todo alemán- y, por otro lado, al gobierno de Napoleón III, insolente, impotente, despreciado por el pueblo, dispuesto a cualquier aventura que le proporcionase un plazo de otros doce meses de vida. En la guerra ruso-japonesa, los papeles estaban distribuidos de manera similar: por un lado el gobierno del mikado luchando por el dominio del capital japonés sobre Asia oriental sin que pudiese oponérsele ningún proletariado revolucionario fuerte; por otro lado, un gobierno autocrático y caduco que se esforzaba en compensar sus derrotas en el interior con victorias en el extranjero.
En los viejos países capitalistas no hay necesidades «nacionales», es decir necesidades de la sociedad burguesa entera, de las cuales la burguesía pudiese sentirse defensora. Los gobiernos de Inglaterra, Francia, Alemania o Austria ya no son capaces de conducir guerras nacionales. Los intereses vitales de las masas populares, los intereses de las nacionalidades oprimidas o la bárbara política interior de un país vecino no inducen a ningún gobierno burgués a entrar en una guerra que pudiese tener un carácter liberador y por tanto nacional. Por otro lado, los intereses de la codicia capitalista, que con tanta frecuencia impulsan, ora a este gobierno, ora a aquél, a tintinear las espuelas y hacer ruido con los sables ante los ojos de todo el mundo, no pueden provocar el más mínimo eco en las masas populares. Por este motivo, la burguesía no puede o no quiere provocar o realizar guerras nacionales. Las últimas experiencias en el sur de África y luego en el este de Asia demostraron a dónde conducen, en las condiciones actuales, las guerras antinacionales. La grave derrota del conservadurismo imperialista en Inglaterra tiene como causa, y no la menos importante, la lección de la guerra de los boers; la otra consecuencia, mucho más importante y más peligrosa para la burguesía inglesa, de la política imperialista, es la autonomía política del proletariado inglés que, una vez iniciada, avanzará con botas de siete leguas. Y no hace falta recordar las consecuencias de la guerra ruso-japonesa para el gobierno de Petersburgo. Pero incluso prescindiendo de estas dos experiencias, los gobiernos europeos tienen cada vez más miedo de colocar al proletariado, desde que ha comenzado a ser independiente, ante el dilema: guerra o revolución. Precisamente este miedo a la sublevación proletaria incita a los partidos burgueses a acordar inmensas sumas para gastos militares y a declarar, al mismo tiempo, solemnes manifiestos de paz; les incita a soñar con tribunales internacionales de arbitraje e incluso con la organización de los Estados Unidos de Europa. Es una declamación ridícula que no puede eliminar naturalmente ni el antagonismo entre los Estados ni los conflictos armados.
La paz armada que se produjo en Europa después de la guerra franco-prusiana se basaba en un sistema de equilibrio europeo, el cual no sólo suponía la invulnerabilidad de Turquía, la división de Polonia, la conservación de Austria -este traje de Arlequín etnográfico- sino también la existencia del despotismo ruso en el papel de gendarme, armado hasta los dientes, de la reacción europea. La guerra ruso-japonesa asestó un duro golpe a este sistema, mantenido en pie artificialmente, en el que la autocracia tenía una posición de primer rango. Rusia salió, por una cierta época, del así llamado concierto de potencias. El equilibrio estaba destruido. Los éxitos japoneses inflamaron, por otra parte, los instintos conquistadores de la burguesía capitalista, y especialmente de la bolsa, de una gran importancia dentro de la política actual. La posibilidad de una guerra en suelo europeo ha crecido considerablemente. Por todas partes maduran conflictos y aunque hasta ahora hayan sido resueltos por medio de la diplomacia, ello no es ninguna garantía para el día de mañana. Mas una guerra europea significa inevitablemente la revolución europea 34.
Ya durante la guerra ruso-japonesa, el partido socialista de Francia declaró que, en caso de una intervención del gobierno francés en favor de la autocracia, llamaría al proletariado a tomar las medidas más decididas, incluso hasta llegar a la sublevación. En marzo de 1906, cuando se agudiza el conflicto franco-alemán a causa de Marruecos, el buró de la Internacional Socialista decidió, en el caso de un peligro bélico, «concretar las medidas de acción más apropiadas para todos los partidos socialistas internacionales y toda la clase obrera organizada a fin de evitar y detener la guerra». Cierto, aquello no pasó de ser una resolución y para comprobar su significación real sería necesaria una guerra. La burguesía tiene todas las razones para querer evitar tal experimento. Pero para desgracia suya, la lógica de las relaciones internacionales es más fuerte que la lógica de los diplomáticos.
La bancarrota del Estado ruso -sea provocada por el despilfarro de la burocracia o sea proclamada por un gobierno revolucionario que no quiere responsabilizarse de los pecados del viejo régimen-, la bancarrota del Estado ruso, suscitará una tremenda conmoción en Francia. Los radicales, que actualmente tienen en sus manos el destino de Francia, han asumido, junto con el poder, todas las funciones protectoras, y entre ellas también el cuidado de los intereses del capital. Por esto hay serios motivos para suponer que la catástrofe financiera (consecuencia de la bancarrota del Estado ruso) se convierta directamente en una crisis política en Francia, que sólo podría terminar con el traspaso del poder a manos del proletariado. De una u otra manera -bien a causa de una revolución en Polonia corno consecuencia de una guerra europea, bien como resultado de la bancarrota del Estado ruso- trascenderá la revolución a los territorios de la vieja Europa capitalista.
Pero también sin la presión exterior de acontecimientos tales como la guerra o la bancarrota puede surgir, en un futuro próximo, la revolución en uno de los países europeos como consecuencia de la extrema agudización de la lucha de clases. No queremos hacer aquí ninguna suposición sobre cuál de los países europeos será el primero que marchará por el camino de la revolución; pero es indudable que los antagonismos de clase han alcanzado, en los últimos años, un alto grado de tensión en todos los países europeos.
El crecimiento colosal de la socialdemocracia alemana en el marco de una constitución semiabsolutista llevará al proletariado por necesidad imperiosa a un choque abierto contra la monarquía feudal burguesa. La cuestión de la resistencia mediante la huelga general contra un golpe de Estado ha llegado a ser desde el año pasado una de las cuestiones centrales en la vida política del proletariado alemán. En Francia, el paso del poder a los radicales libera decididamente las manos del proletariado, que, en relación con el internacionalismo, estuvieron atadas durante mucho tiempo por la colaboración con los partidos burgueses; el proletariado socialista, que ha recibido las tradiciones inmortales de cuatro revoluciones, y la burguesía conservadora, que se esconde detrás de la máscara de un partido radical, están puestos cara a cara. En Inglaterra, donde durante un siglo entero, dos partidos burgueses se sentaban por turno en el columpio del parlamentarismo, empezó hace poco tiempo, por toda una serie de motivos, el proceso de separación política del proletariado. Mientras que en Alemania este proceso duraba cuatro décadas, la clase obrera británica, disponiendo de fuertes sindicatos y de gran experiencia en la lucha económica, puede alcanzar, en pocos saltos, al ejército del socialismo continental.
La influencia de la revolución rusa sobre el proletariado europeo es extraordinariamente grande. No sólo destrozará al absolutismo de Petersburgo, la fuerza principal de la reacción europea, sino que creará también las condiciones previas, necesarias para la resolución, en la conciencia y en el ánimo del proletariado europeo.
La tarea del partido socialista era y es la de revolucionar la conciencia de la clase obrera en la misma medida en que el desarrollo del capitalismo ha revolucionado las condiciones sociales. Sin embargo, el trabajo de agitación y organización en las filas del proletariado está marcado por una inmovibilidad interna. Los partidos socialistas europeos, especialmente el más grande entre ellos, el alemán, han desarrollado un conservadurismo propio, que es tanto más grande cuanto mayores son las masas abarcadas por el socialismo y cuanto más alto es el grado de organización y la disciplina de estas masas. Consecuentemente, la socialdemocracia, como organización, personificando la experiencia política del proletariado, puede llegar a ser, en un momento determinado, un obstáculo directo en el camino de la disputa abierta entre los obreros y la reacción burguesa 34. En otras palabras: El conservadurismo propagandístico socialista de un partido proletario puede, en un momento dado, obstaculizar la lucha directa del proletariado por el poder. El peso inmenso de la revolución se manifiesta en el hecho de aniquilar la rutina de partido, destruir el conservadurismo y poner en el orden del día la cuestión de la prueba abierta de fuerzas entre el proletariado y la reacción capitalista. La lucha por el sufragio universal en Austria, Sajonia y Prusia se ha agudizado bajo la influencia directa de la huelga de octubre en Rusia. La revolución en el este contagiará al proletariado del oeste con un idealismo revolucionario, despertando en él el deseo de hablar en «ruso» con sus enemigos.
Si el proletariado ruso se encuentra en el poder, aunque no sea más que como consecuencia del éxito temporal de nuestra revolución burguesa, entonces contará frente a sí con la hostilidad organizada de la reacción internacional y con la disposición al apoyo organizado del proletariado internacional. Abandonada a sus propias fuerzas, la clase obrera rusa sería destrozada inevitablemente por la contrarrevolución en el momento en que el campesinado se apartase de ella. No le quedará otra alternativa que entrelazar el destino de su dominación política, y por tanto el destino de toda la revolución rusa, con el destino de la revolución socialista en Europa.
Echará en la balanza de la lucha de clases del mundo capitalista entero el inmenso poder estatal político que le da la prosperidad temporal de la revolución burguesa rusa. Con el poder estatal en las manos, con la contrarrevolución a su espalda y la reacción europea ante sí, gritará a sus compañeros de todo el mundo la consigna de lucha -y esta vez al último combate-: ¡Proletarios de todos los países, uníos!
NOTAS
(1) [P. Miliukov: Esbozos para la historia de la civilización rusa, San Petersburgo, 1896].
(2) Basta con tener presente los rasgos característicos de la relación originaria entre Estado y escuela para hacer constar que la escuela ha sido un producto por lo menos igual de «artificial» que la fábrica. Los esfuerzos estatales para la instrucción ilustran esta «artificialidad». A los alumnos que no gustaban de frecuentar la escuela se les ataba con cadenas; toda la escuela estaba en cadenas. Las clases eran un servicio. Los alumnos recibían sueldos, etc.
(3) D. Mendeleev: Para la comprensión de Rusia, San Petersburgo, 1906, p. 84.
(4) Inclusive un burócrata tan reaccionario como el profesor Mendeleev no puede menos de reconocerlo. En su descripción del desarrollo industrial dice: «Aquí los socialistas reconocían algo e incluso, en parte, lo comprendían, pero siguiendo a su latinismo [!], se extraviaron al aconsejar el empleo de la violencia, al dejar manifestarse libremente los instintos animales del populacho y al aspirar a la subversión y al poder. (D. Mendeleev, Para la comprensión de Rusia, p. 120).
(5) Hemos tomado estas cifras de Esbozos... de Miliukov. La población urbana de Rusia entera, incluyendo Siberia y Finlandia, se calculó en 17 122 000 o sea 13,25 % según el censo de 1897. (D. Mendeleev: Para la comprensión de Rusia, 1906, 21 edición, p. 90).
(6) [Pequeña industria campesina que tuvo gran importancia económica, incluso después de la revolución de octubre, especialmente en los gobiernos nórdicos poblados de bosques].
(7) En un tiempo en que la equiparación indiscriminada entre la revolución rusa y la revolución francesa de 1789 había llegado a ser un lugar común, el general Parvus vislumbró con toda sagacidad que precisamente esta circunstancia constituía la causa del carácter específico de la revolución. [Parvus Helfant, socialdemócrata alemán, contribuyó con Trotski, en 19041905, a la elaboración de la teoría de la revolución permanente].
(8) [Este Ministerio Witte, en el que P. N. Durnovo era ministro del Interior, existió desde octubre 1905 hasta mayo 1906].
(9) [Lutetia, carta del 30 de abril de 1840, en: H. Heine, Obras y correspondencia, Berlín, 1962, tomo 6, p. 268].
(10) [Ferdinand Lassalle: Cartas y escritos póstumos, tomo 3, G. Mayer, Stuttgart-Berlín, 1922, p. 14].
(11) Bolon King: Istorija ob-edinenija Italii [Historia de la unidad italiana]. Moscú, tomo 1, P. 220.
(12) El Estado constitucional, 1ª edición, p. 49.
(13) [Después de la publicación, en 1913, de la correspondencia Marx-Engels, se sabe que estos artículos fueron escritos por F. Engels.]
(14) Karl Marx: Germanija v 1848-50, traducción rusa, Alexeieva, 1905, P. 8 y 9; [«Revolution und Konterrevolutíon in Deutschland», Marx-Engels-Werke, Berlín, 1960, tomo 8, p. 10 s.]
(15) D. Mendeleev: Para la comprensión de Rusia, 1906.
(16) K. Kautsky: El obrero americano y el ruso, San Petersburgo, 1906.
(17) D. Mendeleev: Para la comprensión de Rusia, 1906.
(18) [Socialdemócrata reformista alemán].
(19) [Sobre la exigencia de Lenin de una «dictadura revolucionario-demócrata del proletariado y del campesinado» en: «Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática» (julio de 1905)].
(20) ¿Podría refutar ésta y las siguientes reflexiones el hecho del nacimiento y evolución -primero- de la «Liga Campesina» y -luego- del grupo de los trudoviki en la Duma? En absoluto. ¿Qué es la «Liga Campesina»? Es la unión de unos pocos elementos radical-demócratas -a la búsqueda de las masas- con los elementos más conscientes del campesinado, pero no con sus capas más bajas, en aras de una transformación democrática y de una reforma agraria.
En cuanto al programa agrario de la «Liga Campesina» («iguales derechos a la explotación de la tierra»), que es lo que da sentido a su existencia, hay que decir lo siguiente: Cuanto más amplio y profundo sea el desarrollo del movimiento agrario, cuanto más pronto llegue a la confiscación y al reparto de tierras, tanto más rápidamente se desmoronará a consecuencia de las innumerables contradicciones entre las diferentes clases, regiones, costumbres de vida y diferentes niveles técnicos. Sus miembros ejercerán influencia en los comités campesinos, los órganos locales de la revolución agraria, pero éstos, como instituciones económico-administrativas, evidentemente no podrán eliminar la dependencia política de la aldea respecto de la ciudad, por ser ésta precisamente una de las características principales de la sociedad moderna.
El grupo de los trudoviki expresó, dada su ideología radical y su amorfismo, el carácter contradictorio de las aspiraciones revolucionarias del campesinado. En la época de las ilusiones constitucionales seguía desamparadamente a los cadetes, mientras que en el momento de la disolución de la Duma se habían sometido, naturalmente, a la dirección de la fracción socialdemócrata. La falta de iniciativa de la representación campesina aparecerá especialmente cuando haga falta la iniciativa más decidida: en los días del traspaso del poder a manos de la revolución.
(21) [Shakespeare, El Mercader de Venecia, 1er acto, escena tercera].
(22) N. Rozkov: Kagrarnomu voprosu [Sobre la cuestión agraria], San Petersburgo, 1904, pp. 21 y 22. [Rozkov (1868-1927), profesor de historia en la Universidad de Moscú, bolchevique en 1905].
(23) [Estudios para la teoría y la historia de las crisis comerciales en Inglaterra, Jena, 1901 (1ª edición rusa, San Petersburgo, 1894); Bases teóricas del marxismo, Leipzig, 1905].
(24) [Bellers no era diputado. Terrateniente cuáquero, presentó su proyecto en forma de mensaje al parlamento].
(25) [Seudónimo de Karl Ballod].
(26) Atlanticus: Gosudarstvo buduscago [El Estado futuro], San Petersburgo, 1906, pp. 22 y 23.
(27) [La guerra civil en Francia].
(28) [Cerni Peredel: Repartición espontánea de las tierras de propietarios rurales por los campesinos].
(29) [Después de la liberación en 1861, los campesinos tenían que pagar grandes redenciones por las tierras que recibían].
(30) K. Kautsky Revoliucionniya perspektivi [Perspectivas revolucionarias], Kiev, 1906.
(31) Véase mi prefacio a la obra de F. Lassalle: Discurso ante el tribunal [Se trata de un proceso contra Lassalle y Weyer por incitación a armarse contra la autoridad real, celebrado en Colonia el 3 de mayo de 1849].
(32) [Gobierno del conde Witte, designado primer ministro por el zar el día de la publicación del manifiesto del 17 octubre de 1905].
(33) [21 de julio de 1906, comienzo de la dictadura de Stolipin].
(34) [En la edición de 1919, esta frase está subrayada].
(35) [Diario ruso publicado en París de 1914 hasta 1917, sobre el que Trotski ejerció una gran influencia, desde su llegada a París (1914), hasta su expulsión (1916)].
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